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martes, febrero 11, 2025

La revolución de la gestión pública

Por Alberto Retamozo

En estos días de encuestas previas a la segunda vuelta y de sustos del statu quo, las palabras revolución y conservadurismo son, quizás, las más usadas en las conversaciones sobre el posible resultado de las elecciones. Algunos dirán, esquematizados en paradigmas no sólo desfasados, sino negadores del mundo de hoy, y sin más discurso que el cliché setentero, pero amparados en la legitimidad que otorga el abogar por las siempre relegadas mayorías nacionales, que el país requiere un cambio estructural, el que debería materializarse curiosamente a partir de la convocatoria a una Asamblea Constituyente y la promulgación de una nueva Constitución Política. Otros sostendrán, desde un conservadurismo y clasismo cada vez más insostenible por la tragedia que acompaña a la crisis del modelo implantado por el Consenso de Washington, agravado por la pandemia, que es necesario defender el modelo económico y la democracia ante la amenaza totalitaria, olvidando deslindar con ese mal endémico del Perú que es el mercantilismo y con los actos políticos y de corrupción que han conducido a la crisis de la transición democrática que se iniciara hace veinte años.

La disyuntiva ante la que han puesto al país aquellos que confundieron oportunismo con convicción política es de tal magnitud que amenaza con agudizar la polarización siempre subyacente en la sociedad peruana, afectando con ello su viabilidad de cara al futuro, escenario conflictivo donde desde los extremos se nos plantea como solución la peor de las salidas en política, como es “ganar-perder” opción que a pesar del triunfo de alguno, no podrá ser sostenible en el tiempo.

Por ello, hoy más que nunca se necesita de políticos virtuosos capaces de articular vía consensos propuestas que integren, sumen, reconozcan al otro, pero, esencialmente, que sean capaces de asumir compromisos a ejecutar en el corto y mediano plazo a efectos de otorgarle estabilidad al país, lo que lastimosamente no ha conseguido el Acuerdo Nacional. El problema es, como siempre, por donde comenzar.

A comienzos del siglo XX, Mariátegui señalaba en sus 7 Ensayos que los principales problemas del Perú eran, entre otros, el indio y la tierra. Pasados casi 100 años, en nuestro presente contencioso, los mayores males podrían ser la desigualdad y la frágil institucionalidad estatal, problemas no resueltos a pesar del crecimiento económico de los últimos veinte años.

¿Cómo se resuelven uno y otro?, ¿Cuál se debería abordar primero? La desigualdad, término amplio, se vincula en una de sus tantas formas de entenderla al acceso a los bienes y servicios de calidad por parte de toda la población; mientras que la institucionalidad implica la capacidad de actuación eficiente de los distintos órganos conformantes del Estado, a pesar de las diferencias que pudieran existir entre los titulares de los poderes conformantes de él, así como de los órganos de fiscalización y control, en el contexto de revalorización de la ética pública.

Si se carece de institucionalidad seguiremos teniendo un Estado débil, pasible de ser víctima de los poderes fácticos de uno u otro lado, el que por dicha condición no podrá coadyuvar en el acortamiento de las desigualdades sociales, por lo que este deviene en el primer problema a resolver, y de la mano con él, el de la desigualdad.

Si revisamos lo actuado en Gestión Pública a nivel de la ejecución de gasto público, constataremos sin mayor esfuerzo que en los tres niveles de gobierno lo que ha faltado es eficiencia, sin contar los casos de corrupción. El caso del Perú es sui generis; su atraso no es por falta de dinero, sino por incapacidad para gastar en forma eficiente y con ello atender el interés general. Como ejemplo, ahí están la gran cantidad de funcionarios públicos de todos los niveles procesados por casos de corrupción, las obras inconclusas, la gran cantidad de dinero no ejecutado y la actuación del Poder Ejecutivo en la atención de la pandemia del COVID-19; aspectos que constituyen un problema para cualquier gobierno independientemente de la ideología que lo oriente, y que no se resuelve fusilando a funcionarios corruptos o poniéndose de costado ante las conductas reñidas con el bien público.

Por ello, si en el Perú debe producirse un acto revolucionario, este debe ser el de la cualificación de la Gestión Pública, decisión que implica quebrar con el mercantilismo, la corrupción, la mediocridad parlamentaria, el “cliché” barato, el pensar que no debe existir meritocracia, o que todo se resuelve expropiando o cambiando la Constitución, como si aún se vivieran los tiempos de las economías autárquicas, males que se encubren detrás del discurso, del liderazgo y el susto. Consensuemos y pactemos en torno a la Reforma de la Administración Pública. La Revolución debe darse ahí, al interior del Estado. Que los extremos no nos roben el futuro; aún estamos a tiempo.

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