Por Paula Tavara
Acostumbrados a llamar a las elecciones fiesta democrática y a sus resultados voluntad popular, estas elecciones parecen habernos dejado preguntándonos quiénes conforman esa colectividad, teniendo en cuenta que el candidato con mayor cantidad de votos (Pedro Castillo- Perú Libre) contó solo con el respaldo del 19% del electorado nacional, y su contendiente a la segunda vuelta (Keiko Fujimori- Fuerza Popular) con 13%. Así, en términos netamente cuantitativos, peruanos y peruanas llamaremos presidente o presidenta a alguien que muy probablemente no elegimos en realidad.
El proceso electoral ha mostrado nuevamente la clara desconexión entre las preocupaciones o preferencias de las regiones de nuestro país y las de los ciudadanos y ciudadanas de su capital. Ese mal llamado “Perú profundo” nos ha recordado una vez más que la profundidad está en la distancia que separa la forma en que vemos el país y en que hemos logrado gozar, o no, de su crecimiento económico (tantas veces mal llamado desarrollo) a lo largo del territorio. Lamentablemente esto no es descubrir la pólvora, sino obligarnos a mirar allí donde muchas veces nos resulta más cómodo no hacerlo.
Así, en medio de las polarizaciones y confrontaciones -que han traído una serie de calificativos poco idóneos para la democracia y un conjunto de muestras de discriminación que deberían generar un absoluto rechazo- creo que es necesario que afrontemos estos resultados como un cuestionamiento sobre cuán real es hoy en día esa apuesta de colectividad a la que apelamos al decir “los peruanos y peruanas”.
Sabiendo que todo esto escala a un constructo social que requiere cuestionarse y que no se puede abarcar en breves líneas, creo importante reconocer que nuestro sistema político no ha ayudado ni ha intentado por mucho tiempo asumir los retos de la diversidad y de las expectativas insatisfechas de tantas y tantos. No digo nada nuevo si afirmo que la brecha entre representantes y representados se ha ampliado conforme la brecha de ingresos, educación e igualdad de derechos se iba ampliando, ahondándose conforme la corrupción se fue apropiando cada vez más de los recursos económicos y de la toma de decisiones sobre el futuro de los territorios y población en el país.
Los partidos políticos tampoco han sabido estar a la altura, sustituyendo el debate político de proyecto para el país por una competición electoral que se acuerda de la ciudadanía cada 5 años para asumir un poder que, una vez dentro, no parece ser el de la voluntad popular, sino el de la voluntad de sus líderes. La crisis política que hemos afrontado en los últimos años, y más aún la vivida en plena pandemia lo demuestra.
20 años después de recuperar la democracia, ciudadanos y ciudadanas seguimos votando, pero el sentimiento de pertenencia -ya no a un partido sino siquiera al Estado- a eso que llamamos “ser peruanos” parece haberse erosionado. La sensación de que vote lo que vote mi bienestar sigue dependiendo únicamente de mí parece haberse asentado. y con ello la idea de nación política hoy, a puertas del bicentenario, parece lejana y difícil con nuestros horizontes de país tan distantes.
Pero “ninguna sociedad puede sobrevivir vigorosa sin metas y esperanzas comunes”[1], y menos salir delante de esta terrible crisis generalizada en que nos ha sumido el Covid-19. Así insisto en recordar que el 7 de junio y el 29 de julio seguiremos conviviendo en este territorio al que solemos llamar “patria” y es por ello por lo que necesitamos, quizás más que nunca, exigir de los partidos y sus candidatos y candidatas una campaña que confronte sus posturas pero no confronte a las personas, que trate de encontrar puntos en común entre la ciudadanía, que asuma su responsabilidad no solo con sus votantes sino con la plenitud de peruanos y peruanas para quienes va a gobernar. De otra forma, saldremos con heridas aún más profundas, y el 2026 volveremos a preguntarnos qué pasó.
[1] Errejón, Iñigo. Construir Pueblo. Editorial Icaria. Madrid, 2015.