Por Víctor Caballero
Las recientes movilizaciones de centenares de familias que invadieron terrenos urbanos en el Morro Solar (Chorrillos) y Lomo de Corvina (Villa El Salvador), desalojados luego por la policía, probablemente se repetirá en otros lugares de Lima o de las ciudades de la costa. Cada cierto tiempo, en especial en Fiestas Patrias, se han producido invasiones de terrenos, y no siempre el desalojo tuvo éxito; por el contrario, obligó a las autoridades de los gobiernos municipales y del propio Gobierno Central, ha encontrar soluciones a las demandas de vivienda popular y de servicios básicos. Por lo demás, el crecimiento urbano en las grandes ciudades de las últimas tres décadas se ha producido, precisamente, por la vía de las invasiones de terrenos.
Indudablemente, el factor que dinamiza estas invasiones o esta lucha por la vivienda popular tiene que ver, por un lado, con las promesas electorales de candidatos en las campañas electorales municipal o nacional que levantan expectativas o, por otro lado, por la acuciante situación de pobreza que viven las familias peruanas para los cuales les imposible acceder a la vivienda.
La crisis presente es ahora un nuevo elemento que puede activar invasiones debido a las probables migraciones de poblaciones rurales hacia las ciudades. Las invasiones de terrenos urbanos será por tanto uno de los temas críticos de la conflictividad social que el próximo gobierno va a tener que afrontar con seriedad y responsabilidad.
No es este el único frente de conflictos sociales próximos. Recordemos que la conflictividad social en el Perú no ha disminuido a pesar de todos los espacios de diálogos constituidos y compromisos firmados. Aunque los reportes de conflictos registrados por la Defensoría del Pueblo (DP) no coinciden con los registrados por la Secretaría de Diálogo de la PCM, no obstante, hay un elemento común: el número de conflictos activos o en riesgo inminente de pasar a una fase crítica, son altos; y que la línea que separa un conflicto activo a una situación de crisis es muy débil.
Según la DP en el periodo de marzo 2020 a marzo 2021 el número de conflictos activos estaba entre 137 y 147; la Secretaría de Diálogo, con otra metodología de registro, informaba que, de enero a mayo del 2021, los conflictos con riesgo inminente de entrar a una fase crítica variaban entre 20 a 56. En ambos registros se observa que la mayoría de los conflictos son de larga duración, y, aunque no podemos decir que se han estabilizados, si podemos concluir que existe el alto riesgo que algunos de ellos puedan ingresar con suma facilidad a una fase de estallido de violencia con la generación de una crisis de gobernabilidad a corto plazo.
Los conflictos sociales, por tanto, están ahí, al acecho, esperando el momento oportuno, el desliz de alguna autoridad del gobierno para pasar a la fase de confrontación. Recordemos que los conflictos estallan no por las razones estructurales que motivan los reclamos ciudadanos, sino por los actos voluntarios o involuntarios de alguno de los actores del conflicto que funciona a manera de chispa que enciende la pradera.
Indudablemente la oportunidad más cercana es el cambio de gobierno el 28 de julio próximo. Recordemos que cada cambio de gobierno ha sido el momento propicio para que los conflictos estallen con el interés de obligar a las nuevas autoridades para que cumplan promesas o compromisos firmados en la campaña electoral. Así pasó en los tres últimos cambios de gobierno: oposición a las privatizaciones en las primeras semanas de la toma de mando de Alejandro Toledo; movilizaciones en Ilo y Cajamarca contra los proyectos mineros; toma de carreteras de los algodoneros en los valles de la costa cerca de Lima e Ica, por el cumplimiento de incremento de los precios del algodón; paros y movilizaciones en el denominado “corredor minero” para obligar al proyecto minero Las Bambas el cumplimiento de compromisos.
¿Está preparado el próximo gobierno para afrontar ese escenario? Si no lo está, debiera hacerlo, y pronto. Es obvio que a la preparación que me refiero no es al aspecto policial de controlar y dispersar, sino al aspecto de asumir con responsabilidad la demanda de cambios sociales y políticos que están a la base de la demanda de los pobladores y organizaciones sociales de base.