Por: Sergio Ocampo Madrid
Llevo tantos años siendo profesor que ya no recuerdo el tiempo cuando no lo era. Y me gusta igual que cuando arranqué en 1992 en el Externado a dictar una materia que se llamaba Reportaje y crónica.
Por mis cuadernos de calificaciones han pasado alrededor de unos 1.200 estudiantes entre los que ya hay más de un cincuentón. A muchos no los recuerdo; unos cuantos se volvieron mis amigos, ya egresados, y hasta trabajé con algunos, fui su jefe. La mayoría de los que tengo presentes me hacen sentir un gran orgullo.
La docencia terminó siendo el sello de mi vida junto con la escritura. Y quizás en esa conjunción venturosa está la clave de haber perdurado tantos años, porque casi todo el tiempo en el Externado y en la Javeriana me han permitido combinar las dos cosas que amo: escribir y enseñar. Y como no existe pensamiento sin lenguaje, entonces de alguna manera enseñar a escribir es enseñar a pensar, a pensar mejor. Y concibo ese pensar mejor en poder conectar cada vez más ideas, añadir más significados, interrelacionar más conceptos, desentrañar más simbolismos, y en últimas sentir con más humanidad y empatía lo que le acontece al otro y lo que sucede en el mundo. De todos modos, una de las conquistas que me va dejando la vida es la humildad para reconocer que enseñar va mucho más allá de traspasar o imbuir un conocimiento ya establecido, y más bien es facilitar un proceso íntimo en el que cada quien encuentra sus claves y decide qué quiere apropiar y hasta dónde lo va a desarrollar en su espacio y su tiempo. Y, sin duda, eso rige todavía más cuando se “enseña” a escribir y a pensar en un país que se aprecia inconcluso, pospuesto, inequitativo y brutal. El que nos tocó, al que hay que enderezarle el rumbo y donde hay que combatir ignorancia y olvido.
Por eso, hace nueve años hicimos un trabajo sobre las muertes violentas de jóvenes en Colombia. Jóvenes como ellos, mis alumnos, y sobre cuyos casos siempre debería haber justicia pero sobre todo memoria. Investigamos y escribimos entonces sobre Andrés Colmenares; el grafitero Becerra, muerto por la policía; Juan Pablo Arenas, el chico que se desangró cerca de la clínica del Country. Nos fuimos a Paloquemao a la primera audiencia de Colmenares, y acompañamos una marcha que salió del Liceo Cervantes hasta el parque El Virrey. Hace tres años, saqué a la calle a mis alumnos de la Javeriana a hacer un ejercicio de observación sobre las protestas estudiantiles que iban pasando por la séptima. Les aclaré que si alguien tenía algún reparo moral o ideológico para estar en las marchas, no fuera. Que no había problema. Hace un año, hicimos perfiles en el Externado de la mayoría de víctimas del 9 de septiembre cuando la policía abrió fuego indiscriminado contra quienes protestaban por el homicidio de Javier Ordóñez, asesinado en un CAI.
El martes, varios de mis estudiantes entraron a la cátedra virtual y en lugar de sus fotos había frases como: “Perdón, profe, pero no tengo cabeza para su clase. Anoche pude ser yo”, o “Qué difícil estudiar cuando matan a mi pueblo”. Luego supe que algunos no iban a asistir pues estaban marchando. Me sorprendió y me sentí orgulloso de intuir un compromiso con su momento histórico y el de su país, con el desgarro de esta sociedad, con las últimas víctimas y con las de más atrás, y con ese inconformismo con la realidad que les dejamos los viejos. Sí, había que salir a la calle, si así lo sentían, aun con el riesgo del COVID-19 y de una policía que a veces dispara primero y luego se disculpa, y de unos forajidos que están allí para romper, dañar, saquear. Más tarde me enteré de que el rector del Externado, Hernando Parra, y su consejo directivo pidieron a los profesores flexibilidad en horarios y aplazamiento de exámenes para que todo alumno que quisiera salir a marchar pudiera hacerlo. Todo un mensaje de compromiso con aquello de que educar es permitir o al menos no obstaculizar la búsqueda ética de cada quien por su libertad, y un respaldo franco a las luchas que se consideran justas.
El viernes, un grupo de estudiantes de una maestría en Derecho, del mismo Externado, envió carta a las directivas para expresar que no quieren seguir teniendo clase con Francisco Barbosa, fiscal general. Emocionante eso de unos muchachos que no se dejan deslumbrar por el alto rango que ostenta un docente y se atreven a desafiar su enorme poder porque no lo consideran moralmente apto para ser su maestro pues “defiende el asesinato de marchantes y el abuso de poder”. La carta es toda una objeción de conciencia a seguir en clase con él por sus declaraciones sobre la posible expropiación de vehículos que obstaculicen las vías y por su aval al concepto de la Fiscalía que liberó de responsabilidad al capitán Manuel Cubillos, determinador directo en la muerte de Dilan Cruz. Según ese fallo, el oficial sufría de exceso de estrés y carga de trabajo, y además Dilan aceptó tiempo atrás haber efectuado robos menores (cuando tenía 10 años), y admitió consumir marihuana y bóxer, y poseer una navaja (cuando tenía 14). O sea, Dilan no era el ciudadano ideal y eso atenúa la responsabilidad de su muerte.
Yo lo que veo en todos estos muchachos es el “ahora o nunca” que nosotros no asumimos cuando estábamos sentados en esos salones y eran otros los maestros. No los culpo y no nos culpo, porque eran unos tiempos distintos; porque recibimos un país que se desentendió de la política dizque para superar una guerra sangrienta entre los partidos, uno donde la protesta era monopolio de la izquierda y de las universidades públicas, que vivió en estado de sitio todo el tiempo y donde la bota militar imperaba; uno donde la arremetida de Pablo Escobar contra el Estado y la esquizofrenia paramilitar por abolir el librepensamiento nos mantenían muy aculillados. Quizá solo me esté disculpando por todo lo que no hice y pude haber hecho. Cada generación vive su tiempo y afronta o esquiva sus propias quimeras.
La gran diferencia con las marchas de hace 20 años, o 30 o 40, es que hoy las están moviendo básicamente los jóvenes; ya no se ve solo a los maestros de siempre ni a los sindicalistas que peleaban por lo suyo año tras año. Hasta diría que son minoritarios frente a este arrollador fenómeno de la muchachada marchando hombro a hombro, de universidades privadas y públicas, y sobre todo de ninguna. Gente que no logró ingresar a la educación superior.
Vienen empujando y eso sugiere que esto no es episódico, que los cambios ya se ven venir y son irreversibles pues hay unas generaciones nuevas con muchas décadas hacia adelante para asumir ese país distinto, y ojalá mejor, que hoy están reclamando. Una hermosa y magistral cátedra de fe.
Sacado de El Espectador. Nota original aquí.