Al momento que escribimos este artículo, los resultados del proceso electoral, sin contar con los votos que vienen siendo impugnados y están pendientes de resolverse, son los siguientes: De un total de 25´287,954 electores hábiles, el 6 de junio votaron 18´856,616 electores, lo que significa que dejaron de votar, 6´431,338 personas, si a esta última cifra le agregamos los votos nulos y blancos, tenemos que no se han contado los votos, es decir, la voluntad política, de 7´660,854 peruanos, cifra relevante que muy pocos están tomando en cuenta, ya que deja un total de 17´627,100 votos válidos.
Estas voluntades políticas no realizadas constituyen, en términos porcentuales, el 30.29% de total de electores hábiles, por lo que hacemos la resta correspondiente tendremos sólo el 69.71% de la población electoral ha manifestado su voluntad de manera indubitable.
Sobre este escenario, 69.71% o 17´627,100 de votos válidos, la distribución entre ambos candidatos de los votos contabilizados es la siguiente: 8´835,579, que porcentualmente significa el 50.125%, y 8´791,521, que es el 49.875%, siendo que la diferencia entre uno y otro es de 44,816 votos o el 0.254%, quedando pendiente de resolverse un pequeño y decisivo saldo, vía recursos impugnativos, ante el Jurado Nacional de Elecciones.
En síntesis, a la fecha, tenemos, respectivamente, las siguientes cifras respecto de aquellos que fueron a votar, de los que no lo hicieron, y de los que, habiendo ido, no manifestaron su voluntad en forma debida: 8´835,579, 8´791,521 y 7´660,854.
En este contexto, los imaginarios fascistas y comunistas comienzan a rondar por la cabeza de muchos, abriendo con ello el camino a la agudización de las contradicciones, a la confrontación y al golpismo, más aún cuando el centro fue la gran víctima de las elecciones presidenciales. Así la lógica amigo-enemigo, ganar-perder, comienza a ganar terreno, siendo este un error de apresuramiento y de visión estratégica, ya que si entendemos la política como una relación ganar-ganar, esta puede ser la gran oportunidad del Perú y de la Nación, independientemente de quien gane.
Si nos atenemos a los resultados cuantitativos, el dato es que tenemos dos fuerzas que están casi juntas y un grupo significativo de electores que no pudieron o no quisieron manifestar su voluntad política, por lo que en términos reales el país está dividido en tres voluntades, donde cualquiera de las dos primeras puede ser declarada ganadora del proceso electoral, correspondiendo a la última ser espectadora de los efectos de su inacción.
El problema que surge no es el de la legalidad del ganador, por cuanto este será proclamado mediante los procedimientos formales que para tal efecto existen; sino, que si en las actuales circunstancias de fraccionamiento y conflicto, es lo suficientemente representativo y legítimo como para imponer a los demás su programa. Nuestra opinión es que no, siendo esa es la oportunidad.
Legalidad y legitimidad son dos conceptos articulados cuando se refieren a los ordenamientos jurídicos y políticos. En el primer caso estaremos ante el procedimiento válido de creación de la norma, mientras que el segundo se referirá a la orientación de la conducta en razón de la creencia en la validez subjetiva de dicho orden, lo que se agrava cuando se trata de ordenamientos políticos, donde las ideologías sustituyen a la realidad.
Desde esta perspectiva, por ejemplo, que uno pretenda convocar a una Asamblea Constituyente para cambiar la Constitución Política de 1993, o que el otro quiera seguir imponiendo el modelo económico, tal como se ha venido haciendo, constituye, en ambos casos existe un despropósito, por la resistencia que generarán dichas acciones, además del gran daño que harían al país, por cuanto no existe espacio para la hegemonía de posiciones extremas, salvo que quieran imponerlas por la violencia o el amedrentamiento, lo que no se debe tolerar. No hay dictadura buena.
Si dejamos de lado las propuestas polarizantes y maximalistas, y optamos por las de transacción entre ambos extremos, entonces podremos avanzar sobre lo posible, con lo que el consenso se abrirá paso entre el bosque de los extremos, para sentar las bases de la democracia e institucionalidad, a la integración y al entendimiento, al proyecto nacional.
Finalmente, la realización de conductas colectivas implica previamente, que ambos actores comprendan que no representan a la mayoría, que no han ganado en forma abrumadora, que en política el formalismo no existe, ya que la realidad se convierte en el único criterio de verdad, más aún si nos atenemos a los datos cuantitativos; pero también obliga a que los líderes de ambas listas y la clase política miren más allá del horizonte, que se entienda que en estas circunstancias ninguno de los dos podrá gobernar como corresponde, y que el destino de las generaciones del presente y del futuro les impone el entendimiento.