Estamos en un punto preocupante en la historia del país, pues se ha levantado una ola de desconfianza del otro y de las instituciones públicas. Todo y todos están bajo sospecha. Una desconfianza fruto de la difusión de miedos sembrados, que han llenado la mente y corazones de ciertos sectores sociales. Con esas condiciones, el nuevo presidente —si el JNE ratifica al profesor Castillo— tendrá un gobierno débil. Y muy probablemente —no hace falta ser vidente— no llegue a terminar su mandato. Quizá ni siquiera lo dejen empezar.
Distintos intelectuales contemporáneos han rescatado el valor de la confianza, no solo para asuntos personales, sino para todos los asuntos sociales, económicos y políticos. Más aún, ya Confucio en el siglo VI a.C. sostenía que no es posible sostener un imperio sin confianza. Este valor permite fortalecer alianzas de distintos sectores sociales y organizaciones, en torno a metas comunes. ¿Cómo revertir la desconfianza de las personas en sus autoridades e instituciones? Será una tarea difícil, pero necesaria, de parte de los agentes políticos.
La desconfianza ha estado acompañada de intolerancia, agresiones, racismo, clasismo, todo lo que no permite una convivencia social necesaria, al contrario, crea condiciones para las acciones violentas. Hasta escuchamos voces que piden que anulen las elecciones o haya golpe de estado. Las pasiones están desbocadas. Y siguen saliendo los fake news alimentando más esas pasiones y la desconfianza. Estamos polarizando peligrosamente el país, inventando enemigos y azuzando a la población a no respetar el orden legal. Estamos convirtiendo la política en un campo de batalla, donde cada grupo mueve sus piezas estratégicamente para presionar y dar el golpe al enemigo. Estamos viviendo una representación criolla de la serie Juego de tronos, hasta los poderes extranjeros intervienen en el juego por el poder.
Este escenario debe llevarnos a plantear preguntas importantes (no solo para los otros sino también para uno mismo): ¿Qué están entendiendo por política los actores actuales? ¿Realmente cuenta el bien común? ¿Tiene sentido la palabra dada en el espacio público? ¿Qué sentido tiene la ley si lo que cuenta son los intereses particulares? ¿Queda excluido el otro solo porque piensa distinto? ¿No implica la democracia la aceptación de distintos pensamientos, mientras estos no vayan contra los derechos de los demás? ¿Qué tan inclusiva es realmente la democracia que queremos construir? ¿O lo único que buscamos es mantener privilegios? Así, se juega también el sentido de la democracia, pero una con justicia social y respeto de los derechos humanos.
A pesar que no nos guste, debemos confiar en las autoridades, especialmente en el JNE. De lo contrario, vamos de una creciente violencia social, que esperamos no ocurra. Recordemos la actitud socrática ante la ley. Sabiendo que lo habían condenado a muerte de manera injusta, Sócrates decide quedarse en la cárcel y aceptar su destino, ante el ofrecimiento de su amigo Critón de liberarlo de modo ilegal. Sócrates imagina que las leyes le hablan y le piden que tenga confianza, pues si se escapa vivirá devolviendo mal por mal, violando acuerdos y pactos, haciéndose daño sí mismo y a la patria.
No hay más salida que acatar las leyes y las instituciones, si lo que queremos es preservar el estado de derecho y la democracia.