A mediados del siglo pasado, un profesor judío-alemán, Leo Strauss, publicó un libro que pronto causaría polémica: “La persecución y el arte de escribir”. En él este filósofo de lo político sugería que las grandes obras del pensamiento antiguo, algunos del Medioevo y otros que podríamos considerar de la modernidad, obedecían a un estilo que con el pasar de los años quedó olvidado. Su tesis era que a diferencia de los textos modernos, que tienen el propósito de explicitar el pensamiento de sus autores, aquellos fueron escritos con el propósito de ocultarlos.
Según expresaba, la justificación de esta técnica de ocultar mediante el arte de desvelar, se encuentra en el “mito de la caverna” que describe Platón en el libro VII de “La República”. A nosotros, se nos ha explicado que con esta parábola, Sócrates pretendía hacer ver a Glaucón, su interlocutor, que el ser humano se encuentra entre 2 mundos, el sensible y el de las ideas.
Strauss, sin embargo, sugería que lo que en realidad se proponía Platón, un enemigo de la escritura como forma de trasmitir los conocimientos, era dejar entrever que las “verdades” no se expresan por escrito, pues quien quiera que llegue a conocerlas y pretenda socializarlas habría de ser visto como un desestabilizador y un enemigo del status quo: un corruptor de los jóvenes y un no creyente de los dioses de la ciudad, que son curiosamente los cargos que unos años antes se imputó a su maestro, Sócrates, para condenársele a muerte.
¿Qué tiene que ver esto con los tribunales constitucionales? Aparentemente nada. Sin embargo, cuando analizamos un tanto más profundamente los textos a cuya salvaguarda se han creado los tribunales constitucionales, comprobamos que éstos son documentos que proclaman como evidentes derechos y principios que, sin embargo, no son más que hitos, sendas o puntos de apoyo para ordenar una convivencia civilizada.
Ciertamente, cuando las constituciones modernas regulan sus instituciones o reconocen los derechos esenciales del hombre no tienen el propósito de ocultarlos. Pero acaso alguien podría dudar que cuando nos aproximamos a desentrañar el significado de sus preceptos y, en particular, la de sus derechos o la de los grandes principios que subyacen a ella; o nos proponemos analizar las profundas transformaciones que muchos de sus contenidos han recibido en estos poco más de 200 años que tiene el constitucionalismo, inmediatamente nos asalta el asombro de observar cómo éstas no son otra cosa que, por utilizar una expresión de Carlos Santiago Nino, apenas simples “cartas de navegación”.
Documentos que aspiran a que no las consideren agotadas en su significado en el momento mismo en que se terminaron de redactar y, antes bien, que aspiran a ser construidas y re-construidas por cada generación que las tenga que vivir. Un documento que, en cuanto su redacción publicita o devela, sin embargo, al mismo tiempo encubre u oculta las diversas formas cómo, generación tras generación, se pueda concretizar la utopía que es inmanente a ella.
Tampoco las Constituciones están redactadas para que solo la puedan comprender ciertos “iniciados”. Su construcción es obra de un proceso público, en el que consciente o inconscientemente participan todos los ciudadanos y los poderes públicos, cada vez que ejercen sus derechos, ponen en práctica una competencia que la Constitución les ha conferido y aún cuando participan en un proceso constitucional.
Pero no deja de ser sorprendente que por más que se fomente este proceso de democratización del orden público constitucional, las leyes fundamentales confíen en sus tribunales constitucionales, o en sus cortes supremas, la tarea de definir en última instancia su significado. La máxima del justice Charles Evans Hughes, según la cual “vivimos bajo una constitución, pero la Constitución es lo que los jueces dicen que es”, ciertamente es una forma nada inocente de poner en evidencia aquellos resabios del lenguaje esotérico que anidan en nuestras leyes fundamentales pero, al mismo tiempo, de evidenciar el significado y la enorme responsabilidad que tienen los tribunales como el nuestro.
La responsabilidad de definirla, de concretarla, de solucionar los problemas que nos aquejan, pero sin olvidar que sus decisiones tendrán el efecto de condicionar el destino de aquellos que aún no han nacido. No es una tarea sencilla, porque más que scientia, se requiere de prudentia. Saber tomar distancia de las presiones y de las pasiones. Del encantamiento y la seducción que produce estar a tono con las mayorías, con la prensa, con la opinión pública.
Y es que como lúcidamente ha expresado Gustavo Zagrebelsky, ex-Presidente de la Corte Constitucional italiana, si la constitución es la obra de un pueblo que se da en estado de sobriedad para hacerla valer en los momentos en que se encuentre ebrio; a los tribunales constitucionales les corresponde la difícil tarea de aguar los estragos de la embriaguez que produce el respaldo de las mayorías desbordadas, o la loa y halago de los centros de formación de la opinión pública.
En un Estado Constitucional de Derecho los derechos no tienen rostro, nombre, ideología, religión o color de piel. Todos valen y valen para todos, por igual. A veces es complicado comprender este designio de las democracias constitucionales; este mástil al que se encuentra atado el Ulises del Tribunal Constitucional. No se entiende en ocasiones que la Constitución ha concedido a las autoridades un poder limitado, “suficiente para imponer el orden, pero no bastante para destruir las libertades” (Earl Warren). Y que la tarea que a ustedes se ha confiado muchas veces es profundamente contramayoritaria, porque representa afirmar los derechos y valores en los que se sustenta una democracia constitucional. Aquellos derechos y valores que el pueblo, en estado de sobriedad, se propuso sustraer a las reglas de la propia democracia, es decir, al cálculo de sus mayorías y minorías, de ahora y de siempre.