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viernes, abril 19, 2024

El sendero que no acaba

Como muchos de mi generación, presencié y sufrí los impactos negativos de las acciones de Sendero Luminoso.

 

Estudié en San Marcos en la década de los 80, lo cual me permitió ser testigo presencial de sus acciones en la universidad. Allí pude apreciar cómo sus fanáticos seguidores se paseaban libremente por los pasillos y las aulas, arengando su propaganda violenta a favor de una causa que solo ellos creían y entendían: la ideología “marxista, maoísta, leninista, pensamiento Gonzalo”.

 

Pintaban las paredes y cualquier muro libre de la universidad a vista y paciencia de alumnos, profesores y personal administrativo; y ante la inepta actitud de las autoridades de la universidad. Convocaban a reuniones secretas, marchaban y gritaban por todos lados y en todas las sedes mientras los más osados solicitaban apoyo económico. Estaban en todas partes, algunos cubiertos con chalinas y chompas y otros medio descubiertos porque ya no les importaba pasar desapercibidos.  Se sentían cómodos. Era su reino y desde allí, en medio de la oscuridad que ellos mismos provocaban, se retroalimentaban y multiplicaban porque todo lo que hacían tenía como propósito seducir a nuevos estudiantes en su prédica violenta y sin sentido. Y, lamentablemente, lo conseguían.

 

Siempre me pregunté porqué las autoridades universitarias eran tan débiles para enfrentar una situación irregular que iba en contra de la lógica y las leyes humanas. Pronto aprendí que la respuesta absurda que siempre esbozaban para impedir el ingreso de la policía tenía que ver con el concepto absurdo de la autonomía universitaria, de la cual se aprovechaba Sendero Luminoso, el MRTA y cualquier grupo que intentaba promover e instalar un pensamiento nada democrático.

 

Era una paradoja, sin duda. El Estado oponiéndose al Estado para beneficio de estos grupos que ataban de manos a las autoridades universitarias, policiales y de inteligencia. O, quizás, para decirlo de manera más drástica, se aprovechaban de la posición cobarde o derrotista que asumían nuestros representantes del gobierno frente a una guerra que, en ese momento, parecía invencible.

 

Esa paradoja se mantiene hoy. Qué ironía que justo hoy se cumplan 29 años de la captura de Abimael Guzmán en 1992. Qué ironía que haya muerto justo cuando los peruanos estamos gobernados por un gobierno, en cuyo seno se alberga a personajes que no solo tienen una mirada abiertamente complaciente con las acciones violentas que ocurrieron hace apenas tres décadas, sino que, inclusive, participaron en ellas directa o indirectamente.

 

Hoy me vuelvo a preguntar porqué el Estado no puede defenderse de esa misma ideología que causó la muerte de 30 mil peruanos. Porqué olvida tan fácilmente que esa guerra -que no la inició- produjo tanto dolor y angustia, dejando a miles de familias sin sus seres queridos. Nuevamente la misma tragedia: el Estado contra el Estado. Pareciera que nada ocurrió en nuestra historia reciente.

 

Estamos en setiembre del 2021 y los creyentes y defensores del “Pensamiento Gonzalo” vuelven a pasearse libremente -esta vez con los rostros descubiertos- por varias instalaciones del Estado. Ya no es necesario que proclamen una propaganda violenta en favor de la lucha armada. No es necesario. Su simpatía y silencio cómplice es suficiente para ofender la memoria de los que nunca creyeron que la violencia es una manera de alcanzar el desarrollo.

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