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domingo, septiembre 8, 2024

El camarada y el hermanón

Ricardo Belmont a fines de los 80s era conocido como el “hermanón”. El término se volvió muy popular. Al mismo tiempo refería cercanía y jerarquía. No se trataba de cualquier “hermano” sino de uno grande y poderoso. En aquellos años, Belmont era el hombre blanco adinerado que hablaba con un lenguaje popular, de tono paternal y moderno.

 

Hace unos días hemos presenciado al presidente Castillo anunciando que el hermanón sería asesor presidencial. Las reacciones oscilaron entre la incredulidad y el rechazo. En los últimos años Belmont ha caminado hacia el populismo derechista más tradicional, defendiendo intereses particulares y valores tradicionales ultra conservadores.

 

No era pues una figura que parecía calzar con un gobierno que se entiende como de izquierda. Afortunadamente, el rechazo tuvo efecto y el nombramiento ha quedado suspendido. Pero queda la interrogante acerca de un ejecutivo que parece cometer errores políticos propios de una orfandad política muy grave.

 

Podemos plantear que la casi designación del hermanón más allá de expresar un error o una mala decisión se trató básicamente de un esfuerzo por conectar con sectores sociales que son ajenos al presidente Castillo. Quedarnos en el “error” nos impide entender cómo funciona la lógica política del presidente.

 

Para entender las idas y venidas de un gobierno que ha sido descrito como la antesala del comunismo, no basta mirar las disputas entre Vladimir Cerrón y Pedro Castillo, ni las puyas tuiteras que Cerrón lanza con entusiasmo a la izquierda limeña.

 

Durante las dos últimas décadas la izquierda peruana como representación colectiva de sectores sociales específicos ha sido marginal. Luego del desastre económico del primer gobierno de García, el ascenso de Fujimori, la derrota del senderismo, la ruptura irremediable de IU, el escenario político desplazó a las representaciones políticas de izquierda de prácticamente todos los escenarios. Desde las alcaldías distritales hasta el Congreso de la República.

 

La agenda política abandonó una manera de entender los temas laborales y los conflictos sociales, apoyándose en una mirada también política pero tecnocrática, eficientista, individual que a la larga se volvió profundamente intolerante. Podríamos escribir más acerca de lo que eso significó para la relación entre Estado y sociedad, pero ahora vamos a mirar cómo afectó a la izquierda peruana.

 

La cuarentena en la que la izquierda -como proyecto colectivo y político- fue mantenida tuvo como resultado la aparición de diferentes “cepas” para usar una figura actual. Lo que era un proyecto político nacional se ha convertido en un archipiélago de identidades políticas reunidas en un territorio subnacional y alrededor de una figura que aporta recursos más que ideología.

 

No se trata realmente del enfrentamiento de una “izquierda provinciana” y otra “limeña”, sino de izquierdas todas localistas, cada cual con repertorios de recursos diversos: influencia en gremios y organizaciones, liderazgos carismáticos, cuadros técnicos tanto en gobiernos regionales como en ministerios, acceso a presupuestos estatales, etc.

 

Castillo resulta así el vocero de una de estas izquierdas locales con una agenda acotada, concreta, redistributiva que venía operando con más pragmatismo del que suponemos. Y Vladimir Cerrón, más allá de la satanización hecha por una derecha poco informada y leída, no es más que otro operador local con una ideología superficial y manteniendo valores y prejuicios tradicionales.

 

No hay pues una izquierda nacional. La sociedad peruana carece de un sujeto político que ordene, priorice y articule las diferencias locales en una agenda nacional desde una mirada de izquierda. Se trata claro de una ausencia que también atañe a las otras representaciones políticas, aunque para sectores de la derecha, la defensa de intereses particulares no resuelte un problema. El problema es que la sociedad peruana es también desigual, fragmentaria y segregada, por lo que ayudaría tener una izquierda nacional que proponga cambios que reduzcan las brechas y desigualdades existentes e incluso busque reconfigurar las relaciones de poder.

 

Una consecuencia de la fragmentación política de las izquierdas es la desconfianza. De allí el auge de narrativas conspiranoicas por doquier y también de alianzas bizarras. No se trata solamente de la ausencia de suficientes cuadros técnicos sino de los medios -sociales y materiales- para enfrentar la cantidad de problemas cotidianos que atiende el gobierno en el país. Castillo desde la Presidencia parece encontrar los límites de su propia mirada y experiencia. Y entonces busca vínculos y operadores que considera útiles para acercarlo a aquello que no conoce.

 

Belmont ha sido eso, un intento erróneo por entender a las élites económicas y lo urbano limeño. Para bien del sentido común su nombramiento no prosperó. Ciertamente, no está mal que Castillo busque vínculos y operadores más allá de su reducido círculo, pero la lección de esta anécdota debe ser la de contrastar con diferentes voces antes de anunciarlo en Twitter.

 

Los caminos para construir una izquierda nacional requieren mucho más que buenas intenciones.

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