Los historiadores Antonio Zapata y Cristóbal Aljovin de Lozada acaban de publicar Oligarquía en Guerra, un texto bastante completo sobre el primer periodo de Manuel Prado Ugarteche como presidente del Perú (1939 – 1945). Considero que estamos ante uno de los libros más importantes del año en materia política y les paso a explicar mis razones para dicha conclusión.
Zapata y Aljovin se ocupan de un periodo tradicionalmente poco estudiado en los colegios y universidades en el país. La primera administración de Prado era vista, desde las aulas, como un mero interregno entre los convulsionados años treinta – marcados por dictaduras militares, la proscripción al APRA y las simpatías de parte de nuestras élites por el fascismo – y la caótica segunda mitad de la década de 1940 con el frustrado intento de convivencia de Bustamante con el aprismo y el posterior golpe militar de Odría. Los conocidos historiadores logran delinear un periodo con características propias y digno de ser estudiado.
¿Cuáles son estos rasgos que diferencian al primer periodo de Prado de otros de nuestra historia contemporánea? Se trata de un representante directo de la oligarquía que tiene un proyecto de modernización que combina un incipiente proceso de industrialización, mejora de infraestructura vial, ciertos programas sociales y algunos guiños a la sierra y a la selva destinados a la continuidad de su integración con Lima. Sin duda alguna, se trata de una visión centralista y occidental de la modernidad, suficiente para que el proyecto oligarca continúe, a diferencia de otros países de América Latina, hasta bien entrados la década de 1960.
Al mismo tiempo, Prado debe lidiar con dos conflictos armados internacionales. De un lado, la Segunda Guerra Mundial le da la chance al gobierno peruano para acercarse a los Estados Unidos, en el momento que constituye el real punto de quiebre con la influencia que el Reino Unido había tenido en Latinoamérica. El mandatario peruano no solo declara la guerra al Eje, sino que se convierte en el más obsecuente gobernante que es capaz de mandar a campos de concentración a migrantes japoneses, en uno de los episodios más ignominiosos de la política exterior peruana.
De otro lado, el conflicto con Ecuador le permite tener una victoria militar que le une a un estamento militar que no tenía inicial confianza en su visión, así como una importante popularidad en un contexto en el que el nacionalismo era una de las ideologías más movilizadoras. A la par, sienta las bases de lo que será un futuro acuerdo con el vecino del norte, que recién se cerrará cinco décadas después.
Finalmente, Prado marca su propia cancha frente a los actores políticos de su tiempo. Toma distancia del fascismo local, tanto en sus vertientes aristocráticas como en lo que quedaba de la Unión Revolucionaria, que tienen su trayectoria de declive conforme los aliados van ganando posiciones. Aguanta todo lo que puede una incorporación del APRA a la legalidad, hasta que se percata que el gobierno de Bustamante debe tener la legalidad democrática propia del inicio de la Guerra Fría. Permite cierto avance del Partido Comunista en algunas posiciones, pero el movimiento no logra ni la unión con los apristas ni disputarle realmente el campo popular.
Se trata de un gobierno con ciertos avances y varias sombras, encabezado por una figura política que, años más tarde, volverá al poder en otro periodo gubernamental que tampoco ha sido bien estudiado y que merecería un texto aparte. Zapata y Aljovin tienen la palabra.