Hace unos 25 años, un grupo de profesionales -jóvenes por entonces- llevamos adelante un programa de educación electoral en zonas rurales que tenía como uno de sus mensajes centrales “mandatario significa mandato”.
Con esa breve frase intentamos explicar el significado de la representación política y el valor del voto. Si vas a elegir alcalde, regidor, congresista o presidente –un mandatario- le vas a dar un mandato; un mandado, dirían nuestros abuelos. Por lo tanto, quien resulte elegido tiene que cumplir con ese mandato y dar cuentas del cumplimiento del mismo.
La fórmula que empleamos puede simplificar en extremo el concepto político de la representación, pero no es falsa. Si bien los congresistas no tienen mandato imperativo, tienen la responsabilidad de representar los intereses de sus electores y de la Nación en general. Lo mismo aplica para todas las autoridades en los tres niveles de gobierno. Por alguna razón es que se exige un plan de gobierno como requisito para competir en las elecciones; las propuestas y promesas no pueden ser un mero formalismo.
Quienes lean esta columna pueden ayudarme a recordar si algún candidato o candidata se comprometió en campaña a dar marcha atrás en la reforma universitaria, en la reforma del transporte o en la erradicación de la corrupción. Yo recuerdo que, más bien, ofrecieron lo contrario.
Es por eso que me atrevo a afirmar que cuando la mayoría de congresistas vota a favor de proyectos de ley para que las universidades que no aprobaron el licenciamiento sigan funcionando o se niega a censurar a un ministro que autoriza el transporte informal e infernal, lo que hace es traicionar el mandato que sus electores le dieron y pone por encima los intereses de grupos de poder que se mueven entre la ilegalidad y la mafia.
Lamentablemente, esa es la forma de actuar y de votar de una mayoría de congresistas que atraviesa todo el abanico parlamentario, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda, salvo valiosas excepciones.
Una conducta similar encontramos en el poder ejecutivo. El presidente de la República y la mayoría de ministros y ministras que en sus primeros seis meses designó parecieron olvidar el compromiso de combatir la corrupción –pequeña y grande- que arrastramos hace décadas. Toleraron, además, el cuoteo, los acomodos y la falta de méritos para ejercer la función pública y callaron ante el machismo y el abuso en las altas esferas del poder, en algunos casos bajo el argumento de que había que pelear desde adentro. Bien por los que salieron por propia voluntad hartos de ese mal proceder.
La promesa de cambio se ha visto reducida a una rotación acelerada de nombres y rostros, pero no de programas, políticas, estrategias y formas de ejercer el poder.
Ni el congreso ni el gobierno han sabido hasta el momento honrar la palabra empeñada, responder al mandato que se les dio y mucho menos cumplir con los compromisos que incluso firmaron.
Como suele suceder en estos casos, apelamos una vez más a la sociedad civil para que logre un nuevo rumbo en la política nacional. Pero la sociedad civil también se cansa, se frustra. No son pocos los activistas y líderes sociales que -nuevamente en la calle- comparten la inquietud por lo que vendrá después ¿Más frustración?.
Las organizaciones de sociedad civil no tienen la posibilidad de acceder al poder, eso está reservado para los partidos políticos. Por tanto, aunque la movilización ciudadana fuese fuerte y consistente como lo ha sido en determinados momentos, la responsabilidad principal está en las organizaciones políticas y sus líderes.
Son los partidos políticos los que debieran asumir -todos- su cuota de responsabilidad en esta crisis como paso primero para superarla. Pero -lamentablemente- en ninguno de ellos se ha visto ni escuchado autocrítica ni propósito de enmienda.