La semana pasada finalizó con una decisión que no había estado en agenda: El Tribunal Constitucional había declarado fundado un recurso y, vía hábeas corpus, consideraba que el indulto otorgado a favor de Alberto Fujimori por el entonces Presidente Pedro Pablo Kuczynski era válido, por lo que correspondía que fuera liberado.
Como muchos/as especialistas y ciudadanos/as, discrepo de esta decisión porque resulta contraria a los derechos humanos, a los derechos a la verdad y justicia de las víctimas y sus familiares, además de contravenir decisiones vinculantes de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y al deber de los Estados de investigar y sancionar las graves violaciones a derechos humanos, como establece la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
Sin embargo, la coyuntura y la justificada crítica de esta decisión y de otras (como cuando no admitió el registro de un matrimonio celebrado válidamente en otro país entre personas del mismo sexo, o cuando pretende desconocer el derecho a la consulta de los pueblos indígenas establecido en un tratado como el Convenio 169 de la OIT) no debe llevarnos a proponer eliminar instituciones que cumplen un rol en el Estado de Derecho, como es el Tribunal Constitucional.
¿Qué hace un Tribunal Constitucional? Se encarga de resolver los casos en que se cuestiona si una norma es o no contraria con la Constitución, bien por su contenido o por el procedimiento por el cual fue aprobada. El efecto de su decisión es eliminar esta norma del ordenamiento jurídico y que ya no pueda ser aplicada para el futuro. Pero no solo controla la constitucionalidad como organismo especializado y con efectos generales (lo que se llama control concentrado), sino que también se encarga de proteger derechos. Los procesos constitucionales de tutela de derechos fundamentales (como el hábeas corpus, amparo y hábeas data), que empiezan en el Poder Judicial, pueden ser finalmente revisados por el Tribunal. Contrariamente a algunas decisiones discutibles, no puede pretenderse decir que toda decisión ha sido errada. Se avanzó en la protección de diversos derechos (incluyendo derechos sociales como la salud), con el rol emprendido por el Tribunal Constitucional, incluso exigiendo el diseño e implementación de políticas públicas concretas a las entidades públicas. En el continente, este rol también ha sido destacado por especialistas como Roberto Gargarella o Jorge Roa, y, por ello, más que cuestionar que no sean elegidos por el pueblo -o pretender que lo sean- se busca incorporar elementos democráticos en su funcionamiento como audiencias y deliberaciones públicas y participativas, la posibilidad de contar con opiniones especializadas en los diferentes temas tratados (vía amicus curia), además de la exigencia de una completa motivación y fundamentación de sus decisiones, que incluyan razones compatibles con los principios de razonabilidad y proporcionalidad (fines constitucionalmente legítimos y medios que resulten proporcionales para cumplir esos fines).
¿Qué proponen algunos como alternativa? Que el control constitucional recaiga en el Poder Judicial. En el Perú, además del control a cargo del Tribunal Constitucional, también es posible que todo juez pueda dejar de aplicar una norma por considerarla contraria a la Constitución, lo que luego es consultado a la Corte Suprema (en caso no haya impugnación). Un caso reciente en el que ello ha sucedido fue el de Ana Estrada, en una “consulta”, que pareció casi un cuestionamiento personal, más que a un análisis de la norma inaplicada (que es lo que correspondía).
En todo caso, los modelos (control concentrado a cargo del Tribunal Constitucional, o difuso a cargo de todo juez) responden a tradiciones jurídicas distintas (europea continental en el primer caso, y anglosajona, en el segundo) y es posible cuestionar que el Perú, como en muchos otros temas, haya decidido adoptar ambos tipos, pero no se puede simplemente por algunos fallos pretender desaparecer a una institución.
El control difuso, a cargo de todo juez, también tendrá un órgano final, el de “cierre”, que probablemente sería la Corte Suprema, y que puede emitir todo tipo de decisiones, incluidas algunas igualmente criticables.
La solución debería provenir más bien de hacer que los procesos que tutelan derechos brinden solución oportuna y que no haya que esperar de manera interminable. Debe evitarse que casos urgentes (con vida o salud de por medio) deban esperar 2, 3 o 4 años para ser vistos y/o resueltos por el Tribunal Constitucional. Habría que avanzar más hacia una verdadera reforma del sistema de justicia, que garantice el acceso igual (sin barreras de costo, lengua o territoriales), enfrente la sobrecarga procesal (para una protección oportuna), la formación y capacitación de las y los magistrados, generar adecuados mecanismos de control, garantizar la lucha contra la corrupción (en el sistema de justicia y la administración pública en general), enfrente la violencia contra la mujer y otros grupos históricamente vulnerados, buscar predictibilidad y seguridad jurídica en los fallos, entre otros diversos aspectos. Las instituciones del sistema aprobaron una Política Nacional en el año 2021, que se debería buscar implementar.
Uno de los principios básicos del Estado de Derecho es respetar las decisiones de las autoridades, sean o no de nuestro agrado. Buscar dejarlas sin efecto por vías legales -lo que es legítimo- no debe llevarnos a olvidar que el Estado de Derecho nos exige proteger a las instituciones y su fortalecimiento, así como plantear reformas y soluciones estructurales, más que solo medidas episódicas o coyunturales.