Castillo no inventó las múltiples crisis que vive el país. Es un síntoma de un sistema político corrupto, imposible de reformarse desde dentro; una institucionalidad estatal precaria, susceptible de apropiación por redes patrimonialistas de los de arriba (por ejemplo, club de la construcción) y los abajo (por ejemplo, taxis informales); movimientos sociales y democráticos fragmentados, incapaces de articular una agenda política mínima; y un sistema económico excluyente, cuya ideología ha convertido al estado en un espectador en ámbitos clave como la agricultura campesina, la salud pública, la vivienda social, entre otros.
Y afirmar esto no es indulgencia hacia el actual gobierno. Castillo y Perú Libre profundizan estas crisis con su sectarismo político, su incapacidad de gestionar los asuntos públicos, su inexistente visión de país más allá de prebendas y cupos de poder. La cuestión es el diagnóstico de la situación. No es mero continuismo porque, si bien hay ausencia de políticas de izquierda reales, el proceso de desmantelamiento del aparato público no tiene precedentes en la historia reciente. Tampoco es mera degradación, una idea que proyecta la imagen de que antes estábamos yendo medianamente bien a pesar de los miles de muertos por COVID, de los cientos de heridos en conflictos sociales, de la corrupción sistemática que ensombrece la administración de todos los presidentes elegidos en las últimas décadas. Lo que tenemos es profundización de las crisis. Después de 5 presidentes en 4 años, seguimos avanzando hacia el descalabro institucional.
¿Cómo podemos superar esta situación? Es claro que la ultra-derecha, esa que flirtea con el fascismo y que buscó derrocar al gobierno desde el día uno, no tiene interés en encontrar una solución a las crisis. Solo busca tomar el poder. Pero, paradójicamente, su desesperación y maniqueísmo la hace tomar acciones torpes – edición de fotos, críticas absurdas – que los deslegitima y, más bien, victimiza al gobierno. El peligro de este sector no es su capacidad de plantear estrategias políticas audaces, sino al hecho de que recurre constantemente a la violencia política no institucionalizada (la Resistencia) e incluso hasta cierto punto, institucionalizada, como los círculos de ex militares que auspician salidas abiertamente golpistas y antidemocráticas.
Desde los autodenominados reformistas se plantea “adelanto de elecciones” como la salida más sensata, casi obvia, basada en el bajo nivel de popularidad tanto del Ejecutivo como del Congreso (si ese es el fundamento, se hubiese tenido que pedir adelanto de elecciones para los gobiernos de los últimos 20 años). Pero esta posición tiene dos graves problemas. El primero es que está de espaldas a la realidad: asume que un grupo de políticos razonables, sin mayor incentivo, se pondrán de acuerdo para hacer reformas políticas que limpien la competencia electoral (todo lo que no están haciendo) y luego adelantar elecciones, perdiendo sus curules o sus puestos de gobierno.
Este problema, llamémosle, de ingenuidad, es el menos grave. El segundo problema, más de fondo, es el de la evasión, el desinterés en asumir el proceso de creación y el costo social que suele tener un cambio como el que pregonan. Proclaman “que se cree una mesa de políticos sensatos”, “que se recojan firmas”, etc., imaginando políticos y ciudadanos virtuosos capaces de una toma de conciencia colectiva sobre la necesidad del adelanto de elecciones. Así, buscan diferenciarse de los vacadores o golpistas porque no intentan forzar una figura legal controvertida (de hecho, hoy no hay causal de vacancia alguna) pero prefieren abogar por un pacto político imaginario con el cual, al menos ellos, no se ensucian los zapatos. Pero un pacto de esa naturaleza no nace por generación espontánea, sino de movilización social desbordada, represión, heridos, fallecidos ¿O acaso nadie recuerda que Sagasti fue elegido presidente de transición luego de que el Ejecutivo y Congreso no tuvieron otra opción frente al saldo humano y social de las movilizaciones?
Porque del otro lado, los que proponen un proceso constituyente están haciendo, con sus errores, aciertos y limitaciones, lo que corresponde: activismo político y social. Esta salida es muy impopular entre la intelligentsia limeña, pero desde hace algún tiempo varias organizaciones sociales con capacidad de movilización la han puesto sobre la mesa. Organizaciones indígenas, gremios de trabajadores y, más recientemente, organizaciones campesinas. La conveniencia, oportunidad, riesgos y temores (algunos fundados, otros inventados) merecen un análisis aparte. Pero debe quedar claro que esa propuesta debe considerarse con seriedad y no sobre la base de prejuicios y encuestas mal diseñadas. Por ejemplo, la pregunta acerca de las “prioridades de gobierno” suele ser usada para señalar que “nadie quiere una nueva constitución” pues la mayoría busca que el gobierno resuelva la inseguridad ciudadana, enfrente la corrupción, mejore la salud, etc. Pero se mezcla burdamente dos dimensiones bien diferenciadas: los objetivos de política pública con los objetivos de un proceso político. Los primeros son siempre prioritarios y deben ser abordados de forma inmediata por los gobiernos; el segundo, un proceso constituyente, es un proceso político, y por naturaleza de largo alcance y duración, que va por cuerda separada (porque una asamblea constituyente es autónoma al gobierno) de la atención a los problemas públicos.
Y solo señalaré aquí un par de puntos (falaces) más que se siguen repitiendo para evitar el debate (y la evasión, que es justamente la naturaleza de la anti-política): “ya hemos tenido muchas constituciones”, “es un hecho que con este gobierno nacerá una constitución anti-derechos”. Sobre lo primero, es cierto, hemos tenido muchas constituciones (un poco más que Francia) pero nunca hemos tenido un proceso constituyente democrático. La constitución de 1979, como las anteriores, se aprobó bajo la regla que excluía a gran parte del sector rural y pueblos indígenas (los “analfabetos” no tenían derecho al voto). Y la constitución de 1993 nace de un proceso viciado por un golpe de estado y la autocracia. De hecho (y relacionado con el segundo argumento) es muy sintomático cuando avizoran el retroceso en materia de derechos que podría reflejar una constitución aprobada bajo este periodo de gobierno y, al mismo tiempo, omiten señalar que la constitución que tanto defienden y cuyos derechos y libertades consideran óptimos fue aprobada por un gobierno que ya había hecho un golpe de estado, tenía un grupo paramilitar que asesinaba selectivamente, esterilizaba mujeres campesinas y demás. Y ello porque el proceso constituyente incluso en situaciones extremas está en el ojo público. Son las fuerzas sociales articuladas las que mueven y presionan por los cambios, no los expertos que opinan desde su lugar privilegiado.
Creo que el gobierno de Castillo está haciendo mucho daño a la gestión pública y, en última instancia, a la ciudadanía. Pero la salida antidemocrática implicaría instaurar un régimen autoritario que pondría en constante riesgo los derechos humanos, sobre todo de la ciudadanía movilizada, su único medio de control. La salida “virtuosa” es vacía porque carece de un análisis básico de las condiciones sociales que pueden llevar a un cambio institucional disruptivo. Si deseamos una salida de sucesión presidencial, adelanto de elecciones o proceso constituyente debemos ser conscientes que ello solo se logrará con la siempre compleja y costosa movilización social. Seamos transparentes con nuestra posición política y seamos conscientes de su costo social.