No deja de sorprenderme el hecho de que antiguos, asiduos y recalcitrantes críticos del estado peruano, de su ineficiencia y, por ende, de la burocracia, devinieran, repentinamente, en nostálgicos defensores de ese mismo aparato estatal que, en su imaginación conversa, habría sido hasta el 28 de julio de 2021 casi una organización de relojería suiza.
Así, por la innegable incompetencia del gobierno actual, tendríamos recién un estado ineficiente y una burocracia incompetente. Es más, parece que la corrupción sería un patrimonio casi exclusivo de las “provincias” y sus gobiernos locales o regionales y que, en todo caso, en el nivel nacional habría empezado recién con este gobierno y que, antes, habríamos tenido un estado libre de ese mal. Por ende, es altamente tóxico apreciar que, quienes más cuestionan las supuestas corruptelas del gobierno actual, son los protagonistas —e incluso diversos extras lambiscones— de la mega corrupción de antes.
Viejos políticos, como Lourdes Flores y García Belaúnde, repiten el sambenito que resuena en los medios de comunicación de este tiempo: se ha instalado en palacio una pandilla de cogoteros o de pirañas. Claro, al tiempo que lanzan esta sentencia, como probos señorones, apenas disimulan su nostalgia por ese idílico pasado en el que todo era mejor; así, por ejemplo, la corrupción —si existía, dudan— habría sido más sofisticada e incluso refinada.
Por tanto, vuelvo con una pregunta que creo por demás relevante hoy: ¿nos indignan la incompetencia y la eventual corrupción del gobierno de Castillo por el hecho de afectar al país y sus posibilidades de futuro o nos indignan solo porque no tienen el donaire de la incompetencia y de la corrupción de los gobiernos de García y el aprismo o el garbo del autoritarismo y la corrupción del fujimorismo en todas sus vertientes?, ¿nos indignan los corruptos de toda laya o solo aquellos que no pertenecen al club señorial o no son contactos de Whatsapp? Se trata de indignaciones selectivas y, muchas veces, con un sentido excluyente de clase y hasta de etnia. Lo ético, aun lo revolucionario, en situaciones como la actual es, primero, actuar con honestidad y, además, condenar todo acto de corrupción, lo ejecute quien lo ejecute, se trate de actos presentes o pasados, exigiendo a los órganos pertinentes la efectiva determinación de responsabilidades y el castigo a los culpables, más allá del espectáculo mediático.
Hildebrandt advierte que Castillo está acorralado, agonizante. “Es el presidente zombi de un gobierno que iba a cambiar el país y que terminó cambiando de camiseta”, nos dice, aunque precisa que “Nada de lo escrito hasta aquí significa que debamos confiar en la oposición del fujimorismo, el chanchismo, el telesupismo o el cesarismo de la fotocopia”. Y con mucha agudeza precisa que “La hediondez no se limpia con basura”. Es más, comparando, declara que “el forajidismo de este gobierno que se dice popular no es distinto al forajidismo de los que cortan el jamón en el vértice de la pirámide social. Lo que Castillo ha empezado a hacer en materia penal no es ni el diez por ciento de lo que hizo Alan García en su primer gobierno y repitió en el segundo. Ni el 5% de lo que robó el fujimorismo en 10 años, aunque muchos se empeñen en recetarnos la terapia de la amnesia».
La indignación que cunde en los medios de comunicación es fundamentalmente porque el botín en que consiste el Estado ha dejado de ser patrimonio exclusivo de las élites que cortan el jamón y sus huestes, pues su dominio ha sido perforado por otros grupos arribistas.
Entonces, no es honesto —y tampoco saludable para la democracia— olvidar o fingir que se olvida la megacorrupción que se instaló en el Perú y se normalizó por el hecho de que quienes la lideraban —o acompañaban en plano de simbiosis— eran los mismos dueños bicentenarios de este país. Es decir, la paz del statu quo. Nuestra sociedad vive cotidianamente esa podredumbre.
Sin lugar a dudas, lo que viene ocurriendo en la política es la cruda imagen reflejada en el espejo de lo que somos como país, una sociedad incapaz de organizar la vida común con el reconocimiento mínimo de derechos básicos para todos y, por supuesto, sin la capacidad mínima de exigir que se cumplan las obligaciones que nos corresponden a los ciudadanos, a las empresas, al estado; nos muestra como una sociedad en la que la trampa y la deshonestidad son premiadas, pues se aprecia por sobre todo la viveza, la criollada, la “pendejada”. Entonces, el éxito no constituye un premio al esfuerzo, la capacidad y la perseverancia, sino a la astucia, al olfato para los atajos clandestinos, al hacer la vista gorda en complicidad con la impunidad. El país en que las élites se apropian de lo público, con invasiones que luego disfrazan, siempre con caché, de “prescripción adquisitiva”, mientras que los sectores populares perennizan su precariedad, supurando los mismos vicios, privatizando también a su manera lo público, para alucinar el reino de pequeños propietarios.
Lo que la crisis política nos muestra, entre otras cosas, es la coyuntura favorable para que las mismas mafias políticas que hicieron posible un país sin un sistema de salud público decente, con una educación pública abandonada, un país centralista, caótico y alienado, recuperen el poco terreno que perdieron por el hartazgo que produjeron en la sociedad. Y es que el cambio esperado esta vez con la elección del presidente Castillo, es decir, la democratización real de nuestra sociedad, se ha dejado de lado, tomando como ruta la continuidad por el despeñadero de la democratización en la informalidad, en la precariedad institucional. Eso explicaría que lo informal, que ya predomina en nuestra sociedad desde hace décadas, busque legalizarse.
Ahora bien, esta realidad nos muestra como el país del que Alfonso Quiroz, en su Historia de la corrupción en el Perú, afirma que “No ha habido ningún periodo o ciclo histórico de poca o baja corrupción: todos los ciclos examinados estuvieron caracterizados por indicadores de corrupción moderadamente altos y hasta muy altos” (p. 532). Dramática descripción del Perú.
Y, mientras los más opacos bandos políticos y económicos se disputan los diferentes espacios e instituciones estatales, quienes proclamamos banderas de honestidad, capacidad o auténtico patriotismo, seguimos como meros espectadores de esta disputa atrabiliaria, cómodamente instalados en las tribunas, legítimamente preocupados por nuestras condiciones de vida, pero con la miopía del egoísmo más recalcitrante que se traduce en inacción. Y entonces, esa pasividad discurre a través del tiempo y nos vamos haciendo viejos, postergando una y otra vez la necesaria acción social, optando por seguir en esas tribunas. A veces, solo a veces, la esperanza se ha perdido.