Estamos a veinte años del inicio del actual proceso de descentralización; un proceso en buena cuenta “pasmado”, pero vigente.
Fue David Montoya –columnista de este portal- quien hace poco me recordó que el año 2002 se aprobó la reforma del título IV, capítulo XIV sobre descentralización de la Constitución Política del Perú y, ese mismo año, se promulgó la Ley de Bases de la Descentralización y la Ley Orgánica de Gobiernos Regionales. Además, hace veinte años se realizó la primera elección de autoridades regionales.
Talvez muchos no lo tienen presente, pero es en virtud de ese proceso que en octubre de este año se realizarán elecciones regionales y municipales para el periodo 2023 – 2026.
Es innegable que el proceso de descentralización iniciado el 2002 no nos ha dejado satisfechos y existe muchos problemas de gestión, conflictos sociales y graves hechos de corrupción. Seguimos con gobiernos regionales sobre la base de departamentos y ya casi no hablamos de la integración de éstos para formar auténticas regiones, aunque hay interesantes experiencias de mancomunidades. De la descentralización fiscal, nada. Esto para recordar las fases que fijó la ley de bases de la descentralización.
No pretendo en esta breve columna un diagnóstico detallado sobre el proceso, pero sí animar a que desde diversos sectores aprovechemos la oportunidad para un balance y prospectiva de la descentralización en el Perú.
Para ello, sugiero las siguientes preguntas orientadoras y –ojalá- provocadoras:
Primero: ¿En qué medida la transferencia de competencias, capacidades y recursos a gobiernos regionales y locales ha impactado sobre la calidad de vida de las personas y sobre el desarrollo del país y sus territorios? Sería pertinente cuantificar lo transferido y revisar cómo variaron las brechas sociales al interior de cada circunscripción.
Segundo: ¿Cómo mejorar las relaciones entre los tres niveles de gobierno considerando la rectoría y articulación de políticas nacionales y sectoriales? Los varios intentos por instalar el Consejo de Coordinación Intergubernamental previsto en la Ley Orgánica del Poder Ejecutivo fracasaron, y los GORE Ejecutivo estuvieron lejos de los propósitos asignados al CCI.
Tercero: La elección de autoridades regionales y locales en los últimos 20 años ¿Ha transformado los liderazgos políticos? ¿Qué cambios ha producido el surgimiento de movimientos regionales con relación a los partidos políticos? Sólo en la elección del 2002 los partidos ganaron la mayoría de gobiernos regionales, luego fueron desplazados por los movimientos regionales.
Cuarto: ¿En qué medida la implementación de mecanismos de participación y control ciudadano incluidos en la legislación descentralista ha impactado en la forma de ejercer el gobierno y en el dinamismo de la sociedad civil regional y local? La elección de autoridades autónomas en los territorios no es suficiente para democratizar la gestión.
Quinto: ¿Cuáles son las condiciones que favorecen y cuáles las medidas que reducirían la incidencia de la corrupción en gobiernos regionales y locales? Que la mega corrupción que involucra a expresidentes y líderes políticos y empresariales nacionales no nos haga olvidar la corrupción a nivel subnacional.
Junto a estas preguntas –y otras que podría formularse- hay al menos dos temas transversales. El primero es el de los cambios legislativos necesarios; el segundo es más de fondo: ¿Bajo qué condiciones sería pertinente continuar con el proceso de descentralización?
Al inicio, el 2002, éramos sólo un puñado de profesionales y líderes que –entusiasmados con el proceso- dimos forma a programas, proyectos y plataformas para impulsar la descentralización. En veinte años se sumaron más y con el tiempo algunos transformaron el entusiasmo en crítica sana y otros apuestan hoy por la recentralización. Todo ello es legítimo.
Insisto, ojalá seamos capaces de producir un balance de la descentralización que recoja la multiplicidad de experiencias y análisis para que no nos gane la inercia.