Por Juan De la Puente
El 2 de octubre se reinician otros cuatro años de crisis regional y local que alargarán esta ya extensa crisis nacional. Las elecciones son y serán silenciadas por un contexto político de polarización contrahecha, limeña, institucional y carente de respuestas innovadoras. Este solo hecho es un grave daño del estado de cosas que proyecta en lo regional/municipal el grave problema de la representación.
La esterilidad de los partidos está en su punto más alto. Los datos del JNE[1] indican que participan en las elecciones 12 partidos, 10 menos que el año 2018, el registro histórico más bajo de las últimas décadas, frente a 115 movimientos regionales.
La pérdida de presencia nacional partidaria es alta: hace 4 años el 65% de los candidatos pertenecían a los partidos y solo el 34% a los movimientos regionales; en 2022, el 56% pertenecen a los partidos y el 43% a los movimientos regionales. A ese paso, en las próximas elecciones regionales/municipales, los partidos nacionales serán solo limeños.
Otros datos concurren a la explicación del colapso territorial partidario: en Ayacucho solo participan 8 partidos y en Apurímac 7; en promedio, los partidos solo alcanzan el 26% del territorio del país[2]; y 9 de los 12 partidos que concurren a las elecciones participan en menos del 30% de las circunscripciones electorales.
Con estos datos de la competencia política real -en la calle y en las urnas- los actores oficiales del sistema no pueden mantener una supuesta polarización “nacional”. Lima no tiene ni voz ni voto en el resto del país.
Aún antes de los resultados, el 2 de octubre reflejará una fragmentación de voces y opciones fuera de Lima en una intensidad mayor que en elecciones anteriores. Es claro que los resultados del 2 de octubre no renovarán la democracia subnacional, aunque confirmarán el curso del divorcio de la última etapa: las regiones podrán vivir sin Lima, pero no incidir en ella, y Lima podrá actuar sin las regiones, aunque tampoco podrá actuar contra ellas. La brecha territorial peruana parece evolucionar hacia otras formas de cuerdas separadas del sistema.
La brecha tiene efectos también dentro de las regiones. Varios columnistas de #PataAmarilla en las últimas semanas (N. Carpio, F. Portugal, J. Manya, G. Távara, K. Gaviño, V. Castañeda, D. Montoya y J. Cruces, entre otros) han puntualizado en que aumenta la distancia entre la oferta electoral regional/municipal y la agenda real de los problemas en los territorios, en la medida que se recrea las prácticas clientelares y populistas de origen nacional/capitalino. Para efectos prácticos, la política subnacional es la reproducción a escala reducida del colapso nacional, de modo que es correcto señalar que el colapso regional/municipal es concurrente al fenómeno general.
En la dinámica nacional/subnacional de la crisis, desde la sociedad regional, el país rural y sus ciudades grandes e intermedias, provienen una justa crítica a Lima y a las instituciones nacionales, pero desde hace varios años no suministran alternativas. Arriban reclamos, pero pocos proyectos de algún calado. De hecho, la crisis de la descentralización, por señalar un ejemplo grueso, pareciera esperar una solución limeña y no propia.
La campaña electoral, organizada con pulcritud por el sistema electoral, culmina con pocos sentidos comunes. La política de la pospandemia no fue abordada, de modo que más allá de las promesas de la construcción de hospitales y colegios, no son objeto de la campaña los serios problemas del recurso humano en Salud y Educación, protección social, empleo e ingreso, inversión privada, desplazamiento interno y despoblamiento de territorios, huérfanos del Covid-19, inseguridad alimentaria, violencia contra las mujeres, soledad de los adultos mayores, inseguridad alimentaria e inseguridad ciudadana, entre otros. Una expresión de esa distancia puede apreciarse al revisar el reciente estudio Perú Regiones al 2031 de la Sociedad Nacional de Industrias (SNI).
Extraña también que no protagonicen la campaña los grandes proyectos de desarrollo regional de los procesos electorales pasados, relacionados con el gas, los recursos naturales, recurso hídrico, energía renovable y riesgo de desastres, compras locales y lucha contra la pobreza. Este es un proceso donde también fue silenciado el desarrollo regional. Si se registran excepciones -que las hay- provienen de candidaturas jóvenes y de escasos recursos para la campaña, y de movimientos regionales antes que nacionales, un esperanzador atisbo de la reconstrucción de las élites regionales descentralistas destruidas hace más de una década. El resto son campañas con mucho dinero de empresas corruptas que financian grandes candidaturas en calidad de sobornos adelantados.
Si Lima no puede ofrecer casi nada a las regiones y estas tampoco ofrecen grandes salidas al país y a sus electores -y negociar con Lima-, es lógico que la política regional se encuentre crecientemente ganada por una cuestión identitaria de corte populista y no necesariamente democrática. El populismo se está vaciando de contenido inclusivo y se llena de una recusación identitaria “nueva” de corte mestizo, rondero, comunal y campesino y xenófobo, en tanto la identidad democrática “tradicional” (conflictos sociales, abandono de las comunidades amazónicas, poblaciones afectadas por la minería, mujeres violentadas, comunidad LGTBIQ+, regantes, campesinos sin fertilizantes, sindicatos regionales), sigue esperando y demandando, y ha sido expulsada del proceso electoral.
Por otro lado, Lima es la primera víctima de la política limeña. Parece que los estrategas electorales están en huelga porque sus productos son espantosamente desastrosos, primariosos y malos con m de maldad. En la capital se libra una campaña desenfrenada de engaño generalizado: los candidatos quieren hacer de Lima una potencia mundial o prometen erradicar el delito sabiendo que carecen de competencias legales para ello. Reducir, por ejemplo, la oferta a las mujeres a dinero para las ollas comunes es la expresión de una cortísima visión de la pobreza que ha hecho de la capital el principal territorio de la pobreza, con escasos programas de protección social como derecho.
Es difícil que en Lima se registre el efecto Muñoz de 2018 porque las tres principales candidaturas (Urresti, Lopez y Forsyth) casi alcanzan el 60% de la intención de voto, de modo que se carece del escenario de 2018 de bajas votaciones de los postulantes. El efecto Muñoz, además, partía de una vecinalización de la campaña, algo que los tres principales candidatos de ahora, los tres candidatos presidenciales de 2021, no lograron concretar. Urresti, el favorito, tiene cuatro campañas sobre sus hombros y más votación fiel.
La relativa despolitización de la campaña en Lima se debe al hartazgo de los electores más que a las expresiones de los candidatos. Aún así, una Lima cansada votará en clave más política que en las regiones -un voto útil en lisa en los últimos días con Forsyth en mejores posibilidades de aprovecharlo- consciente de las pocas ofertas creíbles. Como sucede desde 2014, Lima, la capital de la modernidad peruana y de los demócratas que pretenden enseñarle a los peruanos qué es la democracia, le entregará al ganador de la alcaldía, un inmenso cheque en blanco.
[1] JNE (2022). Perfil Electoral ERM 2022 Nº 4.
[2] Índice de territorialidad.
muy buen articulo