Durante la inauguración de la COP 26 ayer en Glasgow, el presidente entrante de la conferencia Alok Sharma, secretario de Estado del gobierno británico, dijo que ésta conferencia es “nuestra última mejor esperanza para lograr la meta de los 1,5 ºC”. Recordemos que la COP es la conferencia de las partes en la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC), y el Acuerdo de París —un tratado creado bajo dicha convención que establece el proceso intergubernamental actual en el que participan prácticamente todos los Estados para luchar contra el cambio climático— tiene como meta que la temperatura media mundial no supere los 2 ºC y esforzarse para limitar ese aumento de la temperatura a 1,5 ºC, con respecto a los niveles preindustriales.
Las COP se celebran cada año desde 1995 (salvo algunas excepciones) y suelen promocionarse como eventos donde se toman decisiones esenciales para la lucha contra el cambio climático. Lo cierto es que estas reuniones no necesariamente cargan el peso del destino de la humanidad en el planeta. Las decisiones relevantes respecto a la lucha contra el cambio climático se toman al interior de los Estados y en otros foros —como el G20, que representa cerca del 80% de las emisiones de gases de efecto invernadero, y que incidentemente concluyó ayer su más reciente reunión con una declaración más bien tibia respecto al tema. En particular, es importante lo que ocurre dentro de los EEUU, China, India, y la EU —que son actualmente los mayores contaminantes. Ninguna decisión de esta u otra COP suele influir significativamente en lo que ocurra al interior de estos países. Es al revés.
¿Qué se debería decidir en la COP 26?
1. Terminar de reglamentar el Acuerdo de París. Este acuerdo, que fue suscrito en 2015, aún tiene un asunto pendiente sobre el cual los países no se ponen de acuerdo en cómo debe funcionar. Se trata de los mecanismos de mercado que permiten transferir créditos de emisiones entre países (y empresas). Hay diferencias respecto a las posiciones de algunos países —Australia, Arabia Saudí y Brasil siendo los más conspicuos— sobre las reglas que evitan la doble contabilidad y el uso de créditos antiguos, que algunos consideran vencidos.
2. Materializar el compromiso de los países desarrollados de donar USD 100 mil millones al año a partir del 2020 para ayudar a los países en vías de desarrollo a combatir el cambio climático. Se trata de un compromiso que tiene origen en el 2009 y que se formalizó con el Acuerdo de París en 2015, pero que no se ha cumplido. Los países que tienen economías mas prósperas y que son los que han contribuido más al problema del cambio climático condicionan ese dinero a que los países receptores —aquellos más afectados por las consecuencias del cambio climático— apliquen reglas de monitoreo, revisión y verificación sobre cómo usan el dinero, pero que éstos consideran afectan su soberanía.
3. Definir qué significan las llamadas estrategias a largo plazo, que hasta ahora implican que los Estados anuncien que van a lograr ser carbono-neutrales hacia mediados de siglo. Estos anuncios son poco concretos y entran en conflicto con las acciones que se deben tomar inmediatamente, que, según la ciencia, son urgentes, y que, según la ONU están aún muy lejos de lograr la meta del Acuerdo de París.
Recordemos que el Acuerdo de París “rescató” un proceso intergubernamental caído y desprestigiado. Los contaminantes históricos no querían seguir con el sistema de la CMNUCC, que se basaba en el llamado principio de responsabilidades comunes pero diferenciadas de los Estados, que establece que sólo aquellos países que habían contribuido más al problema del cambio climático tienen la obligación de reducir sus emisiones. Con el surgimiento de China como potencia, y con la India, Brasil y Sudáfrica, emergiendo económicamente, crecían también sus emisiones y los países que eran responsables históricos ya no querían continuar con un sistema que no obligue también a los nuevos grandes contaminantes. La solución fue el acuerdo de que todos los Estados se iban a obligar voluntariamente a reducir sus emisiones, con la meta de tratar de que esos compromisos colectivos logren evitar superar el umbral de aumento de temperatura que genere efectos muy graves, entonces establecido en 2 ºC con respecto a los niveles preindustriales.
Pero los efectos del cambio climático ya se sienten hoy y los afectados son aquellos países menos desarrollados y las poblaciones más vulnerables, incluyendo los ciudadanos más pobres, las mujeres y los niños. Paradójicamente, son los representantes de estos países y de estas personas (a través de pequeñas ONG), los que han tenido mayores dificultades para participar en la COP 26 debido a restricciones relacionadas con la pandemia del Covid-19.
La COP 26 no es una “última esperanza” para tomar acciones para la lucha contra el cambio climático. Los procesos multilaterales son lentos y el proceso del Acuerdo de París recién esta iniciando (formalmente inició en 2020). Sin embargo, esta conferencia sí es importante para presionar a que algunos países aumenten su ambición respecto a sus compromisos —los de reducción de emisiones y los de cooperación. Pero el enfoque en un evento colectivo no debería desviar nuestra atención de lo que ocurre al interior de las economías más importantes. Pongámosla en aquellos que aún subsidian combustibles fósiles; en los que generan su energía con carbón; en los que invierten en proyectos de construcción oleo- y gasoductos; en los que explotan y comercian petróleo; en las causas de la deforestación y de las actividades ilegales en países en vías de desarrollo; en evitar los daños y pérdidas en lugares vulnerables; y en equilibrar el consumo desproporcionado que continua en aquellos países que tienen mayor responsabilidad en generar este problema que llamamos cambio climático.