Es inevitable que entre la reforma agraria impulsada por el gobierno de Velazco Alvarado en 1969 y la anunciada segunda reforma agraria del presidente Pedro Castillo, el mecanismo central de su impulso, en cada caso, estén en las antípodas, aun cuando los promotores del segundo intento digan lo contrario.
La primera de ellas atacó la gran propiedad concentrada en las haciendas, a través de la expropiación, mientras que la segunda, si quiere adquirir la real categoría de una reforma estructural, tiene que impulsar la mediana concentración o asociación del minifundio, si este quiere competir en mercado a través de economías de mediana escala para ingresar a procesos de exportación, modernización e industrialización.
Paradójicamente, en ambas reformas el eje central que debe gatillar los proceso tiene que ver con la tenencia de la propiedad agraria. En la de Velazco, se intentó, luego del proceso de expropiación, crear una vía de democratización y modernización de la agricultura, con la creación de las cooperativas agrarias y, ahora, en la segunda, la realidad nos ha demostrado que el minifundio o la agricultura familiar en pequeñísimas economías de escala, no tiene la capacidad para incorporar a los dos millones, doscientos mil familias que se dedican a esta actividad al mercado, la exportación o industrialización.
La agricultura peruana constituye una economía de parceleros en la cual el 85% de los agricultores tiene parcelas con menos de 10 hectáreas predominando las unidades productivas con un área entre 3 y 10 hectáreas (33%). Existen 5.7 millones de predios rurales de los cuales figuran inscritos en registro públicos solamente un tercio (1.9 millones). Y lo más grave es que el minifundio sigue creciendo. Por tanto, es imposible que bajo este alto nivel de atomización de la propiedad de la tierra pueda, generarse una vía de modernización sostenible de nuestra agricultura.
Todos los anunciados señalados por el gobierno como son: acceso al crédito, asistencia técnica, riego tecnificado, industrialización, mejores semillas, acceso al agua, compras directas de la producción, entre otras, son necesarias, pero ninguna por si sola o todas juntas, activara el mecanismo de la necesaria asociatividad que requiere la agricultura familiar, para ser competitiva. Y a diferencia de la reforma agraria de Velazco, que desde el voluntarismo estatal de un régimen dictatorial se expropio a 15.826 fundos y más de 9.5 millones de hectáreas, para convertirlas en cooperativas, la asociatividad del minifundio como mecanismo clave de la segunda reforma agrarias, no puede hacerse con una norma legal, sino debe emerger de la propia voluntad cooperativas de los minifundistas, porque ellos son propietarios de sus predios, aunque en un gran sector estas pequeñas parcelas no estén aun tituladas.
Desde los últimos lustros del siglo pasado y hasta la actualidad, han ido ocurriendo nuevos procesos de concentración de la propiedad de la tierra, estrechamente ligados a la agroexportación. En el Perú actual, más de la tercera parte de las tierras de cultivo de la costa, con acceso permanente al agua, están en manos de empresas con más de mil hectáreas cada una. En contraste, la inmensamente mayoritaria agricultura familiar, compuesta en su mayor parte por la pequeña agricultura, diseminada en diversas regiones del país, no ha merecido sino una atención marginal.
La segunda reforma agraria reclama un cambio de orientación de estas políticas. No puede proponer una redistribución de tierras, sino un cambio de prioridades en la política agraria, poniendo en primer lugar a la agricultura familiar. Las razones son varias: por ser la principal abastecedora de alimentos de la población del país; por ser la principal fuente de empleo; por ser la manera más efectiva de reducir la endémica pobreza rural; por ser más amigable con los recursos naturales y mantener la biodiversidad; por ser, en buena medida, el sostén de muchas economías regionales; por la importancia de los conocimientos acumulados por generaciones; por el inmenso capital social que representan sus instituciones comunales; por la diversidad y riqueza de su cultura. Sin embargo, ninguna de estas preocupaciones resuelve la alta atomización de la agricultura familiar.
La única posibilidad de impulsar una vía de asociatividad o de un nuevo cooperativismo desde la fuente de la tenencia minifundista, radica en que desde el estado se impulse una intensa y agresiva política pública de incentivos orientada a generar expectativa entre los pequeños parceleros para asociarse. Existen embrionariamente experiencias exitosas que da sustento a esta vía asociativa. Es el caso de las “Fianzas solidarias” ahí donde 5 o 6 dueños de parcelas se asocian ante los bancos privados para poner en garantía la totalidad de sus predios y obtener prestamos para capitalizar su propiedad e invertir en mayor siembra, riego tecnificado u ofrecer su cosecha a intermediarios para asegurar una ganancia y que sus cosechas puedan ser vendidas en mercados más amplios. Hay otras experiencias de creación de cooperativas con relativo éxito que incluso llegan a tener relativos estándares de exportación. En otros casos, existen experiencias exitosas de compras conjuntas de fertilizantes y semillas para abaratar costos.
Sin embargo, en la gran mayoría de parceleros existe una gran desconfianza en la asociatividad, porque se prefiere la agricultura familiar rutinaria, solo para sobrevivir. Es lo que algunos especialistas han llamado “los costos sociológicos de la asociatividad” o la “lógica campesina”, como una cultura de gran desconfianza en la asociatividad. Y es que, en el fondo, hay una resistencia a pasar de un tránsito de cultura minifundista, a una lógica de asociatividad que inevitablemente lleva a una cultura de gestión empresarial de mayor productividad y también de atreverse a arriesgar en el mercado.
Es en este mecanismo de asociatividad o de nuevo cooperativismo donde debe concentrarse las acciones del gobierno para crear una expectativa en los dos millones de familias dedicadas a la agricultura familiar. En el fondo, se trata de una nueva vía de desarrollo capitalista en el agro, aquella que conviva y compita con la exitosa experiencia de las grandes empresas de agroexportación asentadas, principalmente en la costa.