Imagínense una típica familia norteamericana de los años 70 del siglo XX. Un padre, una madre y cuatro hijos en un pueblo pequeño del medio oeste estadounidense. Agreguen a eso la imaginación creativa y la portentosa escritura de Jonathan Franzen, y se formarán una idea inicial de su última novela “Encrucijadas”.
Lo central del libro son los personajes y sus propios dramas. Cada uno es una historia y lo que hace Franzen, con magisterio literario, es entrelazarlas para confirmar cuán distintos son uno del otro, cuál es el perfil de la familia y cómo aparece el contexto social.
El padre se llama Russ Hildebrant. Es un pastor de iglesia de pueblo. Aunque no necesariamente solo con la figura del padre, Franzen crea otro personaje transversal en el relato: Dios y el cristianismo. Russ como predicador no es que tenga una crisis de fe sino de tentaciones vitales. Transcurridos los años, empieza a sentir que su matrimonio no está funcionando, que sus hijos no son lo que él esperaba y que la tentación de la carne, el pecado de concupiscencia, es bastante difícil de soportar.
Marion es la madre. Una mujer atractiva y jovial, proveniente sin embargo de una familia disfuncional. Antes de casarse con Russ y dar a luz a sus cuatro hijos, ha pasado por terribles experiencias humanas: un padre que se suicida, un aborto provocado, un divorcio juvenil, varios amantes, todas, situaciones la han curtido lo suficiente para adaptarse a lo más conveniente antes que a lo simplemente deseable.
Clem es el hijo mayor, Becky la única mujer, Perry es el problemático y Judson el menor de todos, quien todavía no cae en la cuenta de que la vida es algo más que los mimos de mami, la disciplina de papi y los díscolos ejemplos de sus hermanos mayores.
Clem es un joven desorientado que se va de casa para ingresar a la universidad, y ahí descubre el sexo y el amor, y todo le resulta lo suficientemente desafiante para abandonarlo buscando un escape que le procure algún sosiego. Becky es la chica inteligente que se da cuenta que la vida es propia, solo de ella, no de los otros, por lo que se impone lograr su felicidad: no obstante que enfrenta algunas dudas sobre su creencia religiosa y la existencia de Dios, finalmente logra encontrar su camino. Perry, el tercero de los hijos, es el mejor ejemplo del esfuerzo desperdiciado.
La habilidad creativa de Franzen es combinar cada una de las historias y acreditar con ello la disparidad humana, a pesar de ser una familia. Arma un verdadero rompecabezas salpicado de pasión y humanidad, con altas dosis de buena literatura: los paisajes son certeramente descritos sin perderse en el detalle que distraiga la atención del relato en curso; las escenas de amor son mostradas con bastante discreción, y los encuentros carnales con muchas sugerencias antes que con escenas explicitas; los momentos de dolor y sufrimiento, que son muchos y cruzan a todos los personajes, son vívidos, explícitos, sentidos; y las decisiones como las indecisiones son mostradas con todas sus cargas motivadoras y restrictivas.
Jonathan Frazen, en suma, confirma ser un eximio narrador. Utiliza la tercera persona y nos cuenta las varias historias de esta caudalosa obra (son 637 páginas bien escritas), en la que hay muchos temas que nos atañen a todos: el amor, el desamor, la familia, Dios, la traición, el gozo, la rabia, la deslealtad, la alegría, la felicidad. Un genuino perfil del ser humano.