Ófrico, lóbrego a pesar de los colores. Sequía absoluta, de agua, de alegría, de tiempo, de futuro; campos yertos, la sequía está matando incluso las esperanzas. La ópera prima de Oscar Sánchez y Robert Julca es un vívido testimonio desde el silencio o la austeridad de la palabra; apenas hay diálogos, todo es un trasiego de emociones, de sentimientos.
El escenario es un pueblo fantasma. Quedan solo algunas personas, ancianas en su mayoría, cuyos rostros surcados por arrugas muestran los horrores vividos, centenarios y recientes, memoria colectiva e histórica; los pocos habitantes del lugar van organizando la festividad del patrono del pueblo, Santiago, el santo Matamoros, expresión plena de la violencia de la evangelización también de Latinoamérica. Los pocos niños que se ven juegan residualmente, como adosados a una tradición lacerante y autodestructiva que los jala, renuentes, sin convicción, solo por la fuerza de la costumbre.
La película se desarrolla en cuatro capítulos y un epílogo. Inicia con los pobladores mirando, a través de la cerradura, hacia el interior del pequeño templo, donde se encuentra el patrón del pueblo. Quieren abrir la puerta, pero la llave o la cerradura no los deja, varios intentos fallidos, se preguntan si el patroncito aún estará dormido, si los querrá ver, arbitrario y déspota. De pronto, alguien logra abrir la puerta y se inician los esmerados preparativos, las flores, la capa, el canto, la música, todo lo mejor desde su pobreza. Todo el fervor del pueblo que espera que este año sí lleguen las lluvias, lo que piden en sus plegarias al patrón olvidadizo.
Llega el día de la celebración y todos van en procesión llevando las cruces que recuerdan a sus muertos con una fecha misteriosa: 24 de julio de 1987. Quizá el día en que ocurrió una masacre y que se llevó la vida de sus seres queridos y los dejó también muertos en vida. Cruenta guerra interna, que tuvo al medio de dos fuegos a pequeños pueblos como el que se retrata en el film. El momento en que la alienación de la gente se muestra total, se da durante la misa que celebra el sacerdote foráneo (encarnado por el único actor profesional), al que todos esperaban. Su discurso recurre a narraciones completamente ajenas a esa realidad y esa ajenitud se respira más aun cuando los feligreses cantan,
desorejados, el Gloria Aleluya. En ese momento parece haber empezado a romperse algo.
Las imágenes que se suceden son poesía intensa, en movimiento, con mucha ternura. La joven y hermosa muchacha, cansada de su jornada de trabajo, se queda dormida en una choza, mientras moscas revolotean. La muchacha que camina el sendero escarpado llevando las flores que adornarán el templo; la cámara la sigue con tal precisión que el caminar se introduce en las retinas con su ritmo agitado. Una anciana come maíz tostado y se sienta a su lado el esposo, desdentado; la mujer acelera aparentemente la deglución de ese humilde alimento, pero de rato en rato extrae de su boca una pequeña bola de masa y se la coloca en la boca a su amado, para que este pueda ingerirla sinmayores dificultades. Otra pareja oye la voz de una mujer joven (¿su hija?) en un tocacassette; primero el varón sentado, taciturno, silencios, hasta que se ve invadido por su mujer y apaga el equipo, pero ella lo vuelve a encender y se oye otra vez la letanía de esa voz ausente que, seguramente, sigue causando dolores en sus almas rotas, divididas.
La celebración ha concluido y algo ocurre, pues se aprecia, primero, que algunos pobladores azotan el anda del patrón y la abandonan en el atrio del templo. Luego, en una escena inverosímil, todos los pobladores echados en el piso, con las cruces de sus difuntos arrojadas y revueltas, parecen abandonarse, ebrios de ira o decepción, al sueño en la intemperie durante el resto del día, quizás hasta el amanecer.
En las siguientes escenas, alguien parece observar a través de la cerradura desde el interior hacia el exterior donde, alegres, juegan solo los niños y van a la caza del patrón. La alegría desborda sus rostros. Santiago es trasladado, irreverentemente, por esos niños que ahora se mueven libres y sonrientes, juegan con el caballo y luego empiezan a partir en pedazos la imagen, el patrón es de pronto también sometido a lapidación, como si de manera lúdica protagonizaran los versos de aquel poema del médico Ernesto Guevara en que le pedía a la vieja María “No ores al dios indolente/ que toda una vida mintió tu esperanza/ ni pidas clemencia a la muerte”. Finalmente, arrojan al barranco sus restos como si, de esa manera, los niños se libraran y también a sus mayores y a su propio pueblo de la cruz con la que el patrón los había sometido.
Una niña se acerca a la cerradura, observa hacia el interior y luego tapa el agujero con su mano, en un gesto de liberación, cerrando para siempre un fisgón y opresor culto impuesto.
Buen trabajo en un escenario andino y campesino, como consecuencia de la evagelización colonial y la concentración de aylus para administrar los tributos.