Por Juan De la Puente
La movilización de la diatriba
La campaña electoral se libra en un lodazal. La política brutal y el periodismo brutal finalmente se abrazaron. La primera suministra, por así decirlo, el “contenido”, en realidad un repertorio de insultos donde los de más bajo calibre son parásito, miserable y estúpido. Los segundos, la mayoría de los medios tradicionales, replican con urgencia y fruición la diatriba, a lo que se suman un creciente grupo de comentaristas, presentadores y cronistas que se inscriben en el ajo, y que cuando no pueden hacerlo en sus medios echan mano a las redes sociales donde prosigue y se recrea la tensión violenta.
No somos ingenuos, el insulto tiene una función política. El hecho que la campaña haya tomado esa forma es un reflejo del cambio en el lenguaje de la política, de lo que se tienen estudios completos (por ejemplo, Sin palabras: ¿Qué ha pasado con el lenguaje de la política? De Mark Thompson). Aunque hay más. En nuestro caso, me gustaría decir que el insulto expresa la ausencia de ideas, pero no es así, reemplaza unas por otras y refleja algo más peligroso para la democracia y su funcionamiento cotidiano. Ya no es el radicalismo un tanto vacío de un momento previo; es la nueva significación del adversario, una nueva identidad del oponente como un enemigo para siempre con quien no hay que debatir, menos acordar, y solo aniquilarlo.
La movilización de la diatriba es la principal forma que adquiere la campaña electoral. Su tipología podría merecer una investigación sobre el discurso y la argumentación, aunque una matriz inicial arroja una vocación por fijar una guerra de largo plazo donde las elecciones sea apenas un hito. “Nosotros” contra “ellos”.
En la guerra sucia por el poder que se suponía implicaría estas elecciones, se pensaba que los fake news serían lo peor de la campaña electoral y los medios se prepararon para eso. Pero lo peor resultó ser la violencia, por ahora solo verbal, que ya es bastante -y diría mucho- para un país que reclama salidas y no diatribas. Parece innegable que el problema principal ya no es la desinformación y ni siquiera los troles, sino el diseño que los propicia. Eso nace de planes que ningún medio tradicional a pesar de sus recursos se ha decidido sacar a la luz. En mi pueblo dicen que la culpa no la tiene el chancho, sino quien le da de comer.
Ese formato de guerra sucia puede ser exitoso. Le funcionó a Trump en 2016, casi le funcionó en 2020, y le funcionó a Bolsonaro en 2018. Fue eficaz para producir una nueva competencia dentro de la democracia, ya no democrática sino contraria, la autoritaria recreando el autoritarismo social. Eso explica el paso al insulto de muchas personas que conocemos, especialmente conservadoras, que de pronto se apropian de un discurso extremo que prescinde de la democracia, un paso que no puede ser explicado por la teoría política, exclusivamente. Ahí se requiere el auxilio de otras ciencias.
Entre las justificaciones de este lodazal están las que afirman que “así son las elecciones” o que es el reflejo natural de las múltiples crisis que afligen a los peruanos. No es cierto, –tu extremismo no es mi extremismo- no es un mal de todos felizmente. Es una batalla en la elite. El malestar social hasta ahora ha producido desconfianza, pero no violencia verbal.
Los daños, no obstante, son cuantiosos. La movilización de la diatriba opera como una distracción que evita el tratamiento de los problemas cotidianos; una campaña ultra ideologizada y empaquetada con lodo es el perfecto pretexto para salir de la realidad de cada día.
Del lugar a donde vamos es difícil volver; este proceso no forma tendencias sino tribus, ejércitos en el mejor de los casos. El ataque a las buenas formas de la política, a pesar de las inevitables polarizaciones, es un ataque a la decencia que deja de ser un valor. De una campaña electoral bélica saldrá un gobierno paradójicamente débil y aislado -los chinos lo calificarían de tigre de papel- objeto y sujeto de una política de guerra, la forma que adquirirá el multipartidismo desmembrado luego del 11 de abril. Es que la política brutal deteriora la calidad de la democracia. El lenguaje brutal es el triunfo del político brutal. Es el fin del consenso racional, la muere de Habermás acuchillado por dos bárbaros, un político sanguinario y un editor cruel.