Por Edgar Carpio
Como pocas veces suele suceder, la Constitución está en el diván de la campaña electoral. Casi no hay partido o movimiento político que no tenga un ofrecimiento que la involucre. Los más moderados apuestan por una reforma más o menos extensa de la Carta de 1993, mientras que las propuestas más radicales promueven su sustitución mediante la convocatoria de una asamblea constituyente.
En términos generales, la oferta de reformar la Constitución no debería escarapelar a una democracia constitucional. El transcurso del tiempo y, por tanto, la posibilidad de que el contenido de la Constitución se fosilice o petrifique es una hipótesis que normalmente suele estar referenciada entre sus situaciones de vulnerabilidad. Y, por ello, desde que estas aparecieron por primera vez a finales del siglo XVIII, las constituciones suelen establecer cierto tipo de arreglos institucionales orientados a asegurar que se las oxigene periódicamente.
Esos arreglos son de distintas clases y, desde luego, comprometen a diversos actores. Por ejemplo, tras el mandato de respetar, cumplir y defender la Constitución (art. 38) subyace la institucionalización de una “sociedad abierta de los intérpretes” de la Constitución, donde sus actores -ciudadanos y poderes públicos-, en condiciones de igualdad, tienen la capacidad de participar en el proceso de interpretación, concreción y actualización de su contenido. Y si un sistema tan plural de rapsodas no ha terminado con propiciar la plastilinización del significado de la Constitución, eso se debe a que entre todos ellos se ha confiado que la última palabra la tenga el Tribunal Constitucional. A este, y al concurso de todos aquellos actores que en los últimos 25 años han tocado sus puertas, los peruanos les debemos que la vieja Constitución autoritaria aprobada por el Congreso Constituyente Democrático en 1993, haya sido objeto de un proceso intenso de nebulización, de tal magnitud que hoy son muy pocas sus cláusulas que han quedado sin recibir ventilación especial.
Naturalmente que este proceso de actualización a través de la sociedad abierta de intérpretes de la Constitución tiene sus límites. Por muchas que puedan ser las buenas intenciones de sus actores, ese proceso de extracción o de adscripción de significados tiene sus fronteras naturales en el texto mismo de la Constitución. Y cuando esto sucede no queda más camino institucional que apelar al poder de la reforma constitucional si la opción es seguir tonificando a la Constitución y no la de dar un salto al camino de la revolución. Porque la opción de prescindir de la reforma constitucional y apelar, en su lugar, a una Asamblea Constituyente no es otra cosa que eso: saltarse de todos los canales institucionales, subvertir el orden establecido y querer refundarlo todo.
¿Qué razones pueden estar detrás de ello, si la Constitución del 93 contempla la posibilidad de optar por la reforma “total”, o sea, de terminar finalmente aprobando una nueva Constitución siguiendo el procedimiento de reforma constitucional? Me temo que cuando en una democracia constitucional, por muy débil que esta pueda ser, se decide saltar las vías institucionales, en el fondo sus actores nos ocultan entre líneas que no están predispuestos a un diálogo amplio y plural, necesitado de puntos de acuerdo lo suficientemente incluyentes como para sortear la mayoría calificada que exige la cláusula de la reforma constitucional. Y precisamente porque no lo están es que, enmascarándose en el principio de soberanía popular, aspiran a petrificar sus proyectos parciales, valiéndose de mayorías no tan calificadas, como son las que se exigen en una Asambleas Constituyente que no ponen mucho énfasis en este tipo de cosas para operativizar su labor.
Pero más allá de todo esto, lo que resulta verdaderamente sorprendente es que la propuesta de instaurar un nuevo orden constitucional provenga de organizaciones políticas que, se supone, están llamadas actuar en el marco de la Constitución. O sea, que empleando el espacio que la Constitución les concede, la utilicen para subvertirla.