Por Edgar Carpio Marcos
En el año 404 a.C., tras un poco más de 27 años de guerra casi ininterrumpida, Atenas, la primera democracia de Occidente quedó completamente extenuada. Perdió la Guerra del Peloponeso y sus antiguos aliados, a los que mantuvieron consigo empleando la fuerza y el temor, le han dado la espalda. Ahora le piden a la potencia vencedora, Esparta, que les infrinja un castigo semejante al que ellos practicaron con otras polis griegas: se elimine a todos sus ciudadanos varones y se esclavice a sus mujeres y niños.
Los vencedores se niegan. Recuerdan el papel que Atenas jugó en defensa de la libertad de los griegos cuando esta estuvo amenazada por el Imperio Persa, y deciden que exigirán ciertas medidas que impedirán su rearme. Para forzar su capitulación, Esparta, que ahora controla el mar, tiene a Atenas completamente sitiada. Antes de que la guerra se iniciara, fue idea de Pericles que el Ática y el Pireo estuvieran cercados por un muro largo, de modo que la ciudad fuera impenetrable por tierra y su subsistencia dependiera del mar, que entonces ya controlaban. Ahora, con su flota marítima totalmente destruida y con los espartanos al acecho de cualquier embarcación que se detuviera en el Pireo, los alimentos no ingresan por el puerto. Por cientos la gente muere de hambre y, según relata dramáticamente Jenofonte, han empezado las prácticas canibalescas.
Los enemigos de la democracia ateniense ofrecen intermediar ante los espartanos para conseguir una rendición honorable. Al aprobarse su intervención por la Asamblea, acuden con el enemigo y, en el afán de agudizar el estado de cosas en los que se encuentra el Ática, demoran por 3 meses su retorno. Cuando finalmente ya están de regreso, la crisis ha tocado fondo. Solo entonces se comunica que una de las pretensiones de los vencedores está relacionada con la patrios politeia: La democracia debe ser transformada.
En medio del pánico y el hambre, la asamblea popular ateniense aprueba un decreto por medio del cual termina eligiendo a 30 personas para que compilen las leyes tradicionales conforme a las cuales los atenienses se gobernarían. De un momento a otro la democracia quedó abatida y, para traérsela abajo, sus enemigos no han dudado un minuto en utilizar sus propios instrumentos: la aprobación del cambio de sistema político no ha sido obra de un golpe de Estado, sino de la corrupción de uno de sus institutos fundamentales, la Asamblea Popular: “Bajo el arcontado de Pitodoro, el pueblo ha decidido de elegir 30 hombres…” (Helénicas, II, 3).
Aristóteles describe el drama que entonces empezó: “Una vez que fueron dueños absolutos de la ciudad dejaron de atender las demás cosas que se habían decidido sobre la Constitución”. Sus líderes, enemigos del gobierno del demos, pronto iniciaron una cruenta guerra civil. Se exterminó al jefe del partido democrático y a todos aquellos sobre los cuales recaía el temor de que levanten al pueblo o pugnen por restablecer la democracia. “No respetaban a ninguno de los ciudadanos, y mataban a los que sobresalían por su hacienda, su linaje o su dignidad, para librarse del miedo y por querer arrebatarles sus bienes” (Constitución de los atenienses, 35).
Sus excesos y el retiro del protectorado espartano en Atenas no permitieron que el régimen se sostuviera por mucho tiempo. Al restablecerse el gobierno democrático, la Asamblea Popular aprobó un nuevo decreto mediante el cual se amnistiaba a los participantes en uno y otro bando durante la guerra civil, salvo aquellos casos en los que se haya participado directamente quitando la vida a otro.
En los años subsiguientes, el decreto del olvido no impidió la lucha entre unos y otros. No fue en el campo de batalla, sino en los tribunales populares a donde la confrontación se trasladó. Los partidarios del régimen democrático se las ingeniaron para procesar y condenar a muchos de los que estuvieron directa o indirectamente involucrados con el régimen oligárquico. Uno de ellos fue Sócrates, a quien la restablecida democracia no le perdonó su papel de autor mediato.
Desde entonces, el riesgo de que las democracias puedan así misma afligirse un daño mortal, especialmente cuando se tiene hambre y miedo, constituye una de las lecciones imperecederas que nos ha legado la primera democracia de Occidente. Y la otra es que las democracias no pueden permitirse estados agudos de ingenuidad, y permitir que sus enemigos utilicen sus medios para destruirla. Me temo que son dos lecciones que, 2400 años después, los peruanos aún no hemos aprendido.