Por Edgar Carpio Marcois
Hace un poco más de 2400 años, Tucídides empezó a escribir la Historia de la Guerra del Peloponeso, aquel conflicto que enfrentó a atenienses y espartanos por cerca de 27 años (431.a.C. – 404 a.C.), y que culminó con la derrota de la democracia imperial de Atenas.
Por razones que son desconocidas, Tucídides no terminó de redactar su obra. El año 21 del conflicto (o sea, en el 411a.C.) abruptamente su relato quedó suspendido. Le debemos a un ateniense como él -un poco menor, pero con aficiones semejantes- que su trabajo haya llegado a nosotros. Diógenes Laercio, un erudito del mundo antiguo, casi 7 siglos después (nació en el siglo III de nuestra era), agradecía a Jenofonte haber publicado la obra tucididea, pudiéndosela haber apropiado (Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, II, 57).
A Jenofonte también tenemos que agradecerle haber cubierto aquellos aspectos inconclusos de la Historia y haberse tomado el trabajo de narrar los 6 años de la guerra faltantes (cf. Helénicas).
La Historia de la Guerra del Peloponeso en realidad no es una obra estrictamente histórica. Tras la narración de los hechos y el análisis de sus vicisitudes, que incluye la evaluación de los personajes que estuvieron involucrados, Tucídides está convencido de haber encontrado enseñanzas universales y atemporales que trascienden el conflicto armado entre atenienses y espartanos. Como observador de la política que es, su propósito es dar cuenta de estos arcanos relacionados con lo que es el “mejor gobierno”. En el primer proemio confesará que escribe para “cuantos quieran tener un conocimiento exacto de los hechos del pasado y de los que en el futuro serán iguales o semejantes, de acuerdo con las leyes de la naturaleza humana… En resumen, mi obra ha sido compuesta como una adquisición para siempre, más que como una pieza de concurso para escuchar un momento” (I, 22).
Para quienes vivimos en una democracia volver a Tucídides puede ser muy provechoso. No tanto porque con su lectura podamos encontrarnos con un apologeta de la democracia, que de hecho no lo era, sino porque en su afán de revelarnos los arcanos que la guerra le ha permitido vislumbrar, todas sus observaciones tienen como centro de atención a la primera democracia de occidente, el desenvolvimiento de sus instituciones y el rol que jugaron sus actores principales.
Uno de ellos fue Pericles, el artífice de que Atenas entrara en el conflicto bélico que, a la postre, terminó con su derrota total. Al describirlo, Tucídides no escatima elogios en su favor. No es su gobierno el que evalúa, pero sería ingenuo pensar que en la valoración del rol de Pericles no considere sus casi 30 años ininterrumpidos al frente de Atenas.
Varios años después de su muerte (que ocurrió el año 329 a.C. durante la peste que azotó el Ática en ese año), Tucídides afirma que Pericles fue el “primer ciudadano”: “Poseía una gran autoridad por su prestigio e inteligencia y era inaccesible manifiestamente al soborno, contenía a la multitud sin quitarle libertad, y la gobernaba en mayor medida que era gobernado por ella, y esto debido a que no hablaba de acuerdo con su capricho para buscarse influencia por medios indignos, sino que, gracias a su sentido del honor, llegaba a oponerse a la multitud. Así, pues, cuando se daba cuenta que los atenienses, ensoberbecidos, tenían una confianza injustificada, con sus palabras los contenía, atemorizándolos, y cuando sin razón temían, les devolvía la confianza.” (II, 65).
Unos pocos párrafos antes, Tucídides había descrito las razones del prestigio con que contaba Pericles. En el segundo discurso con que recrea su intervención en la Asamblea Popular, convocada por él mismo tras sufrir los primeros traspiés de la guerra que apenas empezaba, le hace decir: “…Os encolerizáis contra un hombre como yo, que creo no ser inferior a nadie en conocer lo que es necesario y explicarlo, a más de amante de la ciudad e inasequible al soborno; pues el que conoce bien esas necesidades y no las expone claramente, es igual que si no le hubieran venido al pensamiento; el que posee ambas cosas, pero es desafecto al Estado, no podría hablar con igual interés; y si tiene también esa cualidad, pero se deja corromper por el dinero, vendería todo solo por éste”. (II, 60)
Conocer lo que es mejor para la ciudad y saberlo explicar; anteponer los intereses del Estado a los intereses privados y no ser corrupto, son cualidades que todavía hoy se espera que tenga un presidente que se haga cargo de conducir la democracia. Y la ausencia de actores con tales caracteres, la razón por la cual cada 5 años los peruanos nos topamos frente al riesgo de perder todo lo avanzado, que sigue siendo poco frente a las grandes brechas de desigualdad que todavía laceran a grandes sectores de la sociedad.