El año que llega a su fin plantea nuevamente la pregunta sobre la viabilidad de nuestro país: cuánto tiempo puede ser sostenible un orden político inerme, sin orientación, sometido al poder de las élites económicas, desgarrado por los intereses particulares, con escasos referentes éticos en su actuación, agobiado por la corrupción, sin ideas ni capacidad para gobernar pensando en el futuro.
No es una pregunta superflua porque refleja un estado de cosas vigente en nuestro país desde hace varias décadas. No es una observación referida solo al actual gobierno, está presente en la precariedad inhumana de nuestro sistema de salud, en el descuido y casi abandono de la educación, en la ausencia de políticas públicas para el acceso a la vivienda o al trabajo, en las insalvables debilidades de nuestro sistema de justicia, en las cifras de desnutrición infantil y tuberculosis, en la informalidad que hunde en la miseria y la explotación a millones de personas. Es el resultado de un proceso determinado por una particular perspectiva económica, política y social cuya hegemonía fue impuesta por la fuerza de los hechos: la idea del mercado como entidad para regular todas nuestras vidas, capaz de establecer el orden necesario, inevitable, casi se diría el mercado como entidad apta para impartir justicia.
Este discurso ideológico se impuso desde el régimen de los años 90´y un sector de la academia estuvo detrás para legitimarlo, para difundirlo y convertirlo en credo. Las políticas de privatización y la reducción del Estado, es decir, el abandono de los servicios públicos son un reflejo de este proceso. Se creó una cultura institucional[1]: no solo diseños y estructuras institucionales sirvieron para articular desde la práctica el nuevo significado de los derechos convertidos a las exigencias del mercado, también se produjeron prácticas y un discurso ideológico para justificar que la ciudadanía y los derechos fundamentales cedieran ante el peso de las categorías que se crearon para este efecto con un carácter normativo: consumo y consumidor. En un país con un 75% o más de informalidad la idea resultaba insólita, pero en el fondo correspondía al modelo ideológico que se buscó imponer para beneficio de las élites económicas. Nada de extraño tiene esto en nuestro país, las élites siempre han trabajado en función de su bienestar por encima de los intereses de los demás, al margen del país. Así ha sido desde el inicio de la república.
Contra lo que indica el propio relato liberal (Locke y Hobbes, por ejemplo) los derechos y libertades de las personas dejaron de ser la razón del orden político. Se hizo una reconstrucción parcial del discurso del contrato social para poner en relieve la idea de la “libertad” como el único valor a ser defendido y en nombre de ella se impulsaron las reformas para privatizar los bienes públicos en nombre de la libertad. Y la libertad era evidentemente el radio de acción de quienes podían ejercerla, de quienes tenían medios económicos, de quienes habían nacido con privilegios. Lo demás era el campo del mercado, donde no había mercado, también de la libertad para ascender a través de él como un espacio imaginario, signado por un metadiscurso contrario al relato contractualista, un modelo que reservaba el éxito a quienes ya tenían riqueza acumulada.
Este campo representaba un retroceso en la historia, tal como Hobbes advierte en el Leviatán. La ley figurada del “sálvese quien pueda” representa una vuelta al “estado de naturaleza”, una forma contradictoria de orden que se buscó imponer en la vida del país. Entonces se produjeron las instituciones, las políticas, obviamente el derecho de modo que las prácticas de los funcionarios resultaran útiles para satisfacer y preservar el estado de cosas, el sistema social y el sistema económico. Se fortalecieron los rasgos básicos de una cultura que apela a la libertad, pero que en el fondo es la expresión de la hegemonía y los privilegios de los grupos de poder. Una cultura construida también sobre la explotación y el desprecio por los derechos: en sus bases están la desigualdad y la exclusión de inmensos segmentos sociales por razones étnicas, sociales y hasta de procedencia geográfica.
Esta cultura se ha fortalecido en las últimas décadas. Está viva en la acción de los grupos que han buscado mantener su presencia a través de los monopolios y oligopolios, evitando la competencia, e incluso buscando la protección del Estado cuando las condiciones les han sido adversas como ha ocurrido con el programa Reactiva Perú: en plena pandemia grupos económicos y cadenas de negocios que nunca habían paralizado sus actividades empresariales accedieron a este beneficio estatal y mejoraron aún más sus ingresos. Para eso sirvió esta política creada en teoría para incidir en los sectores económicos afectados por la pandemia.
La crisis de este año resume lo peor de nuestra historia como país porque ha puesto al descubierto la absoluta debilidad de la idea de política presente en la práctica de nuestros políticos. La civilización, hay que recordarlo, es un efecto de la política, del significado que esta adquiere para producir comunidad, como instrumento para regular el ejercicio del poder, como acto de comunicación cultural para producir el sentido de pertenencia a la comunidad, a la polis. A contracorriente hemos sido testigos de todas las formas y gestos que contradicen el significado de la política, rasgos identificables en el discurso hobbesiano que se proyectan al interior del orden democrático y que, por ello, producen una paradoja inevitable.
Sin embargo, el contraste se explica, en parte, como un resultado de la cultura institucional de las últimas décadas. Es el “estado de naturaleza” como bastión de la libertad. Eso es lo que se ha buscado gestar. Un espacio donde los poderosos puedan disponer de los bienes públicos, de la salud, de la educación, de la vivienda, de la naturaleza y sus recursos, incluso a costa de la vida y el bienestar del resto de personas y las comunidades.
Las elecciones presidenciales, en uno de sus extremos, pueden verse también como un reflejo de este estado de cosas. Los sectores económicamente pudientes del país, principalmente, se unieron para defender su libertad, sus intereses, el estado de naturaleza, y no escatimaron en usar todos sus recursos para hacerlo, incluso a costa de poner en riesgo la permanencia de la comunidad política y la democracia. La visión egoísta, descrita por Hobbes como metáfora del estado de naturaleza, está presente en su forma de ver los valores públicos y “lo público”, y estuvo expuesta desde los episodios previos como cuando se buscaba reivindicar la libertad individual para comprar las vacunas. La libertad era lo único que importaba para estos grupos, aún en un momento difícil para todo el país. Sus intereses estaban por encima del bien de la comunidad e incluso por encima de la república.
Así se entiende el discurso de la libertad y su expresión en la forma de hacer política, es decir, como argumento para defender y conservar el estado de cosas vigente, para que la realidad social no cambie o para que los cambios no afecten el orden general. La expresión “conservador” responde a esa visión del mundo, cargada de prejuicios, pero consciente de los fines que se persiguen con su puesta en práctica. Así se entiende la renuencia de los grandes conglomerados empresariales a pagar impuestos o el rechazo desatado contra la propuesta del gobierno para incrementar la imposición tributaria para los sectores con más ingresos. Ese mismo es el camino que recorre el discurso que busca impedir que la ciudadanía pueda deliberar sobre el derecho a darse una nueva constitución: una de las piezas fundamentales de la cultura constitucional del liberalismo negada incluso por quienes en su momento se llamaban a sí mismos liberales.
La defensa de la libertad para conservar el estado de cosas, y mantener los intereses y privilegios sobre lo público. Esta sería la fórmula exitosa que ha permitido ver a los políticos de siempre y otros de nueva hornada en la arena política compartiendo el mismo escenario. Todos ellos hicieron un frente común, por encima de sus diferencias y matices ideológicos, incluso los que ya se encontraban en marcados procesos de descomposición ética. Este era el frente conservador ante la amenaza de su libertad, del status quo, que definía la realidad de sus intereses. El fin justificaba pasar por alto cualquier cuestionamiento al significado ético de la candidatura presidencial defendida, y también hacía posible articular parte de las fuerzas detrás del liderazgo de un empresario con enormes cuestionamientos por su conducta empresarial y grandes limitaciones para expresar una idea de país. En esta defensa de la libertad conectada al “sálvese quien pueda” se entiende la arremetida del discurso para convertir la contienda electoral en una guerra basada en la propaganda: el racismo, la discriminación por cualquier motivo y el miedo fueron usados como armas en medio de una cruzada repleta de fanatismo contra enemigos imaginarios de la guerra fría y ciertas experiencias políticas de otros tiempos e incontrastables con la nuestra. La propaganda conservadora contra el comunismo, y el socialismo se convirtió en el argumento confuso, errático, desinformado y ciego. Este discurso no se inmutó cuando en medio de todo este escenario aparecieron los símbolos, saludos y gestos que los regímenes fascistas usaron para representar su hegemonía, su omnipotencia y para legitimar el horror de sus abusos.
La gravedad de la crisis de este año está presente también en los vacíos y las ausencias, más allá de la anti-política conservadora. Luego de superadas las dificultades de un proceso electoral que ha dejado heridas abiertas, aún por encima de los enconos, los intereses y la rabia producto de la derrota de las posiciones que buscaron defender el argumento de la libertad, pese a ello, quedaba la esperanza de estar al inicio de una nueva forma de entender la política, ahora sí en favor de los derechos y la igualdad. Esta demanda no fue suficientemente reconocida en los postulados de otras fuerzas políticas democráticas. En particular, la izquierda organizada en Lima desde hace décadas tuvo que pagar el costo de la forma autorreferencial y paradójicamente centralista con la que ha construido su espacio político.
Entonces, el gobierno triunfante, contra todos los pronósticos, era el resultado de un gran proceso de movilización social que llevaba una fuerte carga de civismo, pues implicaba el rechazo a la candidatura que llevaba sobre sus hombros el peso de la impunidad, la violación de los derechos, la corrupción institucional, el desprecio por los valores de la democracia. Pero también era un resultado de la necesidad sentida de transformación del país, de igualar desde abajo, de desmitificar el crecimiento económico sobre la base de la desigualdad, de reconfigurar las fallidas instituciones del país.
Sin embargo, desde muy temprano el gobierno fue mostrando las mismas debilidades contra las que tendría que haberse enfrentado. En la base de este mismo período están las presiones del poder económico, la ausencia de una cultura política republicana, pero la irresponsabilidad y la falta de compromiso para gobernar con eficiencia también aparecen como rasgos que identifican la actual gestión. Parece indispensable recordar que una sociedad democrática se construye sobre la base de políticas de justicia social y esta es una referencia que también es reconocible en las premisas del liberalismo político (Rawls[2]). Sin justicia no hay comunidad posible, por lo menos no, si se piensa en una democracia constitucional. Por lo tanto, la justicia debe formar parte de las instituciones, del quehacer público, de las políticas, de la práctica de los políticos. La justicia exige considerar la igualdad como punto de referencia complejo, haciendo frente a la diversidad cultural como una estructura que defiende los derechos para que cada uno pueda desarrollar sus capacidades.
Las expectativas estaban cifradas en que este gobierno hiciera de la igualdad la respuesta a las posiciones hegemónicas de las élites, al centralismo, a los arreglos hechos entre los políticos que han gobernado el país a lo largo de la república. Al contrario, parece que no se ha tenido en cuenta que la esperanza de los más pobres se dilapida en cada hecho de impericia en la gestión pública, en cada acusación por conflicto de intereses, en cada episodio de corrupción que implica a alguna autoridad. La legitimidad moral de quienes están al frente de este o cualquier proceso político se pierde automáticamente cuando esto ocurre. Se pierde la confianza en el sistema político, en el régimen y en la política como instrumento para realizar los derechos. [3]La confianza, después de todo, es la base de cualquier relación y, ciertamente, tiene un papel esencial cuando se trata del vínculo que debe existir entre los ciudadanos y el sistema político.
La democracia es un régimen político cuya aspiración y finalidad es crear las condiciones necesarias para realizar el bienestar de todos los miembros de la comunidad[4]. La realización de los derechos fundamentales son la expresión de lo que las democracias representan para las personas y la sociedad en su conjunto. Por esa razón, un régimen democrático exige de sus gobernantes grandes compromisos y deberes con los valores que explican la existencia de la comunidad, una comunidad diversa y plural como la que define a nuestro país.
Las enormes ausencias y la falta de argumentos que el gobierno actual muestra son parte del proceso al que nos ha conducido la política de las últimas décadas. No tiene que ver solamente con la debilidad de sus cuadros políticos. No es un problema coyuntural que, por lo tanto, pueda arreglarse con mejores cuadros técnicos. Hay que recordar los hechos que motivaron la crisis del gobierno de Kuczynski hace no más de cinco años. Pese a estar organizado sobre la base de un elenco de profesionales altamente cotizados en el mercado profesional, ni él, ni muchos de sus técnicos se abstuvieron de seguir haciendo negocios mientras ejercían la función política. El que fueran parte de un elenco de estrellas no tuvo ningún significado desde el punto de vista público, salvo el que hicieron mucho para aprovecharse de esa condición.
Por todo lo dicho, hablamos de una historia que tiene en un recorrido y que en el último tramo muestra algunas de las claves que explican porque no tiene vuelta y que toda propuesta de solución dentro del estado de cosas termina por afianzar las anomalías. Un ejemplo único en este proceso reciente son las arbitrariedades y abusos de los políticos en el parlamento para defender sus intereses en contra de los derechos del pueblo a través del referéndum o en contra la educación superior universitaria. Es como si no tuvieran consciencia de lo ocurrido en los últimos años y el sentido de la historia les fuera negado.
Desde que tenemos un Estado que no está en condiciones de establecer las seguridades institucionales para que los ciudadanos ejerzan derechos básicos como la salud, la educación e incluso para brindar servicios básicos de agua, electricidad y saneamiento para las poblaciones más pobres, hechos que se confunden en el permanente proceso de inestabilidad institucional que dibuja el quehacer político como “tierra de nadie”, la pregunta sobre si no estamos frente a una forma de Estado fallido es claramente pertinente.
En consecuencia, es probable que nuestro Estado haya tocado fondo y a diferencia de lo que ocurre en la física, en las ciencias sociales no se necesite una comprobación semejante para saberlo. Es probable que haber tocado fondo traduzca un conjunto de hechos que se reiteran en el tiempo, mantienen las patologías y solo conducen a procesos de crisis más profundas. Haber tocado fondo se relaciona con las condiciones de inviabilidad que muestra el país en todo lo dicho, en la crónica imposibilidad del Estado para satisfacer los derechos de las mayorías pobres del país. También es probable las élites estén dispuestas a soportar este estado de cosas en la medida que cualquier cambio podría traer consigo una secuela de cambios más profundos y contrarios a sus intereses y privilegios.
Las condiciones de este año muestran el agotamiento de las herramientas institucionales del propio sistema para romper la inercia que marca el recorrido histórico de este proceso. Esto responde a la crisis misma del sistema y, por lo tanto, a la degradación de las herramientas institucionales. El único camino posible para que nuestro país sea viable es ir a un proceso de acuerdo y entendimiento en el que participen todos los miembros de la comunidad. La idea de enfrentar un proceso constituyente es una propuesta de genuina factura democrática, presente desde los procesos que dieron vida a las democracias republicanas luego de las revoluciones de fines del siglo XVIII. El derecho inalienable e imprescriptible del pueblo a darse una constitución[5] es un principio que se reactualiza y que puede ser reconstruido desde nuestra propia realidad social y cultural.
Además, es necesario tener presente que todas las constituciones del Perú republicano han servido para reacomodar el poder de las élites, han sido el resultado de procesos sin participación del pueblo, donde las mujeres, los miembros de las comunidades indígenas, los analfabetos ni participaron ni votaron. La Constitución de 1979 podría ser una excepción vista en perspectiva de lo que implica la participación política, pero en el proceso para su conformación tampoco votaron los analfabetos, es decir, gran parte de la población indígena. En todo caso, el problema radica en que la Constitución política del país si nos atenemos a su significado como proceso de adquisición evolutiva, ha estado negado para las mayorías del país, para los derechos de los más pobres, de las comunidades originarias, de sus territorios y sus recursos naturales. Esa idea de constitución fue capitalizada con la Constitución de 1993 en un proceso claramente anómalo desde todo punto de vista o desde cualquier estándar democrático. Esa constitución es la que nos tiene hoy sumidos en el extremo de una crisis permanente.
El problema de esa constitución no radica solo en su origen autoritario, sus instituciones están repletas de incoherencias, de discrepancias internas, de ausencias desafortunadas. Es probable que un “constitucionalismo de baja intensidad”, como cultura constitucional desarrollada desde algunas universidades, haya normalizado esos problemas y los haya convertido en asuntos de interpretación normativa. Después de todo el constitucionalismo de baja intensidad se preocupa menos por los derechos que por pensar la Constitución como un conjunto de normas de mayor jerarquía. A eso llega su sinapsis jurídica y con ella se ha proyectado una imagen y cierta influencia sobre la política y la vida pública. Aquí se mezclan posturas conservadoras y progresistas ambas han coincidido en sus referentes teóricos de base. Sin embargo, el problema normativo delata la ausencia de una visión consistente del Estado como orden pluricultural, de una escasa comprensión de cómo se entienden los valores republicanos: una república que se debería reconocer como basada en los valores de la diversidad cultural y el trabajo, en lugar del fundamento individualista con el que se inaugura el propio artículo primero de la Constitución; con un sistema de justicia debidamente articulado a la idea del orden político contemporáneo en lugar de la configuración decimonónica que presenta; un Estado concebido para estar presente en el gobierno territorial con una estructura razonable de regiones en lugar del absurdo modelo centralista que solo produce más crisis; un sistema político que revise el sistema semi-presidencialista y reivindique la presencia del legislativo bicameral, pero que establezca el orden de sus relaciones en el contexto del orden político más general, con las regiones para comenzar y frente al resto de instituciones públicas; un Estado con las prioridades claras en materia de derechos fundamentales como finalidad central de la democracia constitucional.
Ninguna reforma parcial de la Constitución hará posible todos estos cambios, sencillamente porque el estado actual de los partidos políticos es parte del problema. La forma de organización de los partidos políticos y el sistema de representación que regula su presencia en el parlamento también debe ser reformada, debe ser reconducida a los fines atribuidos al Estado, a sus prioridades y a la realización de los derechos. Sin embargo, es ingenuo pensar que los representantes en el parlamento actual puedan decidir alterar las condiciones que protegen sus intereses, como en el caso de las universidades privadas y sus dueños con presencia en el Congreso, el ejercicio de la función parlamentaria ha sido convertido en un privilegio, difícilmente un cargo de representación de los derechos e intereses del pueblo.
Por ello se necesita una asamblea constituyente con el propósito de hacer un alto en el camino que, por vez primera en la historia republicana del país, permita discutir y deliberar sobre los grandes principios de vida en común, del significado de las responsabilidades públicas, de los beneficios y deberes ciudadanos, de los derechos, del ordenamiento y la gobernabilidad sub-territorial, del modelo de Estado. También es un espacio para discutir las reglas y procedimientos para lograr tales propósitos y, como parece vidente, siendo problemas tan amplios y complejos los acuerdos a los que arribe deben ser lo suficientemente comprehensivos para integrar y responder a todas las expectativas. La asamblea constituyente funciona como epicentro de cambios mayores en beneficio de la democracia. El sentido de pertenencia al país, la identificación con los ideales y las políticas que se deberán construir hacia el futuro contarán entonces con la legitimidad que seguramente hoy es inexistente.
Sin embargo, el rechazo de ciertos sectores de la política frente a esta posibilidad anuncia que no han entendido la importancia de esta necesidad, que puede más la negación ideológica que la fuerza de las razones o que siguen siendo cómplices de los intereses de las élites: negar el derecho del pueblo a darse una nueva Constitución es negar la propia legitimidad del Congreso de la República en la medida que su existencia proviene del “poder constituyente del pueblo”, no es un efecto autorreferencial; el poder constituyente es el punto de partida sobre el que se inicia la construcción del edificio republicano, sin él no existiría orden posible. Entonces toda pretensión de recortarlo o negarlo es absurda y es ingenuo suponer que la prohibición legal de un derecho estructural del pueblo pueda tener éxito en su cometido más allá de la coyuntura. El resultado solo apuesta a mantener el estado de cosas y profundizar la precariedad para salvar sus intereses.
La rigidez constitucional[6] no garantiza por sí sola que una norma en sus efectos responda a esa condición. Por eso, la rigidez constitucional no refleja la idea de lo “pétreo”, pues ello resulta inconsistente con el carácter histórico del derecho, ciertamente se refiere al agravamiento de las cláusulas de reforma, pero no es un mecanismo que pueda ser usado para impedir que el pueblo ejerza el derecho a darse una nueva constitución.
Sin embargo, el rechazo anunciado a una nueva Constitución es también una señal de la forma cómo se profundiza la crisis institucional y cómo se mantiene vital el conservadurismo frente a las demandas de la historia. Es una estrategia que inevitablemente mantiene al Estado de espaldas a las aspiraciones de justicia social, pero sirve sobre todo para evitar que se afecten los intereses de las élites económicas que han ejercido un poder real en el país desde que somos una república. El tiempo, para esta visión de la política y para la cultura que ha desarrollado en amplios sectores del país, es un factor que puede manipularse a su favor. Instaurar cláusulas pétreas que además de prohibir el derecho del pueblo, eternicen su hegemonía, es solo una demostración parcial de lo que ellas y sus seguidores están dispuestos a hacer, aunque el país siga tocando fondo.
[1] North, Douglass (2006). Instituciones, cambio institucional y desempeño económico. México, Fondo de Cultura Económica.
[2] Rawls, J., (1971). “Teoría de la Justicia”. Cuarta reimpresión, México, Fondo de Cultura Económica.
[3] Luhmann, Niklas (1996). Confianza. Barcelona, Antrophos Editorial.
[4] Véase: Sunstein, Cass (1996). Legal Reasoning and Political Conflict. Oxford University Press.
[5] Sieyès, Emmanuel-Joseph (2008). ¿Qué es el Tercer Estado? Ensayo sobre los privilegios. Madrid: Alianza Editorial.
[6] BRYCE, James (1988). Constituciones flexibles y constituciones rígidas. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.