El impresionante mitin que desarrolló el presidente de la república, Pedro Castillo Terrones, durante su campaña electoral, en la ciudad de Juliaca, fue expresión de una conexión armónica entre las demandas embalsadas de muchos sectores sociales en el Perú, especialmente en el sur andino, y las propuestas que había efectuado el candidato. En ese mitin, Castillo afirmaba que jamás traicionaría al pueblo, en tanto él mismo es un hombre del pueblo. No obstante, una cosa es ser candidato y una muy diferente —sumamente compleja— es ser el presidente de la república, más aún en un país acorralado por mafias políticas y poderes fácticos. ¿Podría este profesor rural franquear el abismo que sucesivos gobiernos habían generado entre las promesas electorales y las políticas realmente ejecutadas? Muchos tuvimos la ilusión de que sí.
A casi nueve meses del gobierno que han transcurrido como una montaña rusa inacabable, es claro que los grandes cambios ofrecidos que, además de otros factores, permitieron su elección, han sido soslayados y, lo que es peor, el presidente ha sucumbido ante —o quizá es parte de— grupos de influencia con intereses sectoriales y, muchas veces, subalternos, que defienden el statu quo de la inequidad, la informalidad y la corrupción que rige en el Perú. Y la situación política peruana está entrampada en un lodazal entre quienes, por un lado, piden que el gobierno rectifique su rumbo y cumpla con sus promesas, que se cierre el congreso, que se convoque a una asamblea constituyente y, por otro lado, quienes piden que se vaque al presidente o este renuncie. ¿Y el presidente? No termino de entender su actuación, pues lo acusan de cosas distintas y hasta histéricas desde distintos sectores. Lo cierto es que es errático en su actuar y encabeza un gobierno débil, muy débil. ¿Caerá finalmente? Su propio premier ha deslizado que esa posibilidad es plausible en un país como el nuestro.
Gabriel Boric ha afirmado que lo importante en un gobierno es que logre conectar o ser cómplice con el sentido común mayoritario de un pueblo, pues de lo contrario se dará un péndulo permanente que genera grietas en la sociedad. Es decir, el gobierno debe estar alineado con ese sentido común mayoritario. ¿Cuál es el sentido común mayoritario en el Perú?, ¿acaso ese statu quo de inequidad, informalidad y corrupción generalizada? Se trata de un país en el que los intereses sectoriales a nivel nacional están divididos y hasta subdivididos, en pequeños compartimentos que carecen de vasos comunicantes.
¿Qué quieren mayoritariamente los ciudadanos de este país profundamente desigual y discriminador? El gobierno, atacado de inmovilismo y encendido otra vez el piloto automático, parece ignorarlo o no interesarse por esto. ¿Será que en el Perú las grandes mayorías no demandan cambios que mejoren su situación concreta y específica?, ¿será que esas grandes mayorías prefieren, resignadas, las magras mejoras logradas en estos últimos 30 años de neoliberalismo al riesgo de perderlo todo por pretender mayores derechos? El gobierno insiste en que se quiere lograr un país justo para todos y reitera, enfáticamente, que no es comunista, pero, para colmar el vaso de aguas turbulentas, el Premier elogia a Hitler como ejemplo de impulsor del desarrollo de infraestructura de Alemania. Los sectores “políticamente correctos” se unen de manera franca ahora a los sectores abiertamente golpistas, mientras que el gobierno deambula huérfano de una estrategia comunicacional, al menos una eficiente, y se pierde en esos exabruptos. No explica adecuadamente que problemas como la inflación tienen un alcance global y el Perú no está entre los más afectados; tampoco publicita iniciativas muy importantes como la de modificación de la Constitución para prohibir monopolios y oligopolios y lograr un mejor manejo de la economía.
La parálisis que sufre el gobierno, ciertamente cuestionable, pero emboscado permanentemente por una oposición política mucho más cuestionable, no permite que se dé una gestión mínimamente estable. Cierto que muchos nombramientos son indefendibles. Sin embargo, políticos tradicionales como Lourdes Flores cuestionan el supuesto copamiento del Estado, “desde el Movadef pasando por los chotanos”, porque, a diferencia del copamiento producido por ejemplo en los gobiernos apristas, en este caso se trataría de “un copamiento irresponsable que lo que te da es la idea de que han entrado un conjunto de pirañas que han llegado para ver cómo succionan los recursos que hay”. Es decir, afirma sin ambages que era mejor el copamiento por los “tiburones” apristas antes que por las “pirañas” de ahora. Algo similar a lo que, desde la academia, manifestó Alberto Vergara, cuestionando el patrimonialismo no como tal, sino el patrimonialismo mediocre de estos tiempos.
¿Querrán los ciudadanos la profundización de la democracia o simplemente un gobierno fuerte y paternal que permita que se mantenga el orden por sobre todas las cosas? ¿Quieren que se impulsen políticas que promuevan una mejor redistribución de la riqueza o prefieren simplemente el laissez faire y la caridad de los sectores privilegiados hacia los pobres?, ¿un Estado más fuerte y con mayor presencia a nivel de nuestro territorio o un Estado mínimo que no interfiera en las actividades ciudadanas en los planos económico, social, cultural?, ¿que se amplíe la base tributaria o que se siga dando la evasión y elusión en todos los niveles?, ¿qué quienes tienen más contribuyan más o que se grave a todos por igual? La improvisación de las políticas en el país no se restringe al gobierno actual, pero parece que en este ha recobrado vigor, como si ciertos intereses sectoriales del statu quo, contrarios al orden social y jurídico, propugnaran por que se formalicen o legalicen.
¿Quieren servicios públicos de salud y educación de calidad o prefieren esos servicios brindados por privados cuya calidad dependerá del precio?, ¿quieren que se amplíen los espacios públicos para la convivencia social o prefieren más bien que se sigan privatizando en desmedro de las mayorías? El pensamiento único que todavía predomina se ha instalado en nuestro sentido común y nos martilla la idea de que lo público no tiene lugar en el Perú y que solo lo privado logra la eficiencia en la asignación de recursos. La pandemia estrelló este dislate contra la realidad, pero el gobierno no ha propugnado políticas que fortalezcan, en serio, lo público.
La complejidad de la respuesta a estas pequeñas preguntas es la que muestra al Perú como un país casi ingobernable. No hemos sido capaces, como país, de identificar intereses comunes de mayor amplitud por egoísmo individualista o de argolla. Una tarea impostergable como sociedad es el lograr ponernos de acuerdo en algunas líneas maestras que nos permitan avizorar objetivos comunes a futuro, pues quizá en este presente incierto veamos, en tiempo real, la caída de un presidente, al tiempo que los “tiburones” se hacen otra vez del poder (para alegría de algunos), acompañados de consignas racistas como “¡fuera, serrano de mierda!”. Eso no detendrá, sin embargo, el proceso de degradación en que está sumergido nuestro país, pese a que podamos henchir el pecho de orgullo mientras entonan ese vals chauvinista en el que se repite esa letanía pegajosa de “unida la costa, unida la sierra, unida la selva”. ¿Cuál es el sentido común mayoritario en el Perú?