Por Verónica Insausti
Estaba contra el tiempo para llegar a la escuela. Tuve que acelerar en esa maldita pista llena de huecos que desemboca en el colegio privado donde enseño, y cada vez que las llantas se hunden en el fango de manera abrupta, puteo contra esos cinco colegios de prestigio ubicados en la Encantada de Villa, que cobran un dineral a los padres de familia y han sido incapaces, en años, de ponerse de acuerdo para donar el 0.1% de sus cuotas de matrícula, para asfaltar la pista de entrada que da a sus colegios- empresa. Total, de la puerta para afuera no es su problema.
Iba escuchando por redes el mensaje del presidente Petro en la Cumbre de la ONU hablando sobre “el fracaso integral civilizatorio de la humanidad, con una adicción al poder irracional, la ganancia y el dinero”. Y la educación no se ha salvado de ello. El discurso presidencial más claro y directo en medio de tanta cháchara sobre la temática central de esa cumbre que era la “transformación en la educación”, un saludo a la bandera. Pues, más allá de los discursos con buenas intenciones para cerrar brechas, es evidente que todos los gobernantes regresan a sus países y la educación queda en statu quo.
Es decir, en manos privadas que la manejan como una mercancía, mientras la educación pública, con un presupuesto cada vez más recortado, por culpa de la crisis internacional, dicen, cuando en realidad siempre ha sido la última rueda del coche, sin voluntad política para convertirla en el pilar del crecimiento de nuestras sociedades.
Luego de un breve entusiasmo por el discurso de Petro, caí en cuenta que faltaban diez minutos para iniciar mi clase y seguía en esa pista llena de huecos, en uno de los barrios más lujosos de Lima. Aceleré en zic zac, tipo carritos chocones, era como un juego que ganabas si no rompías la dirección de tu carro al llegar a destino. Normalmente lograba el cometido pero ese día me distrajo el sonido estridente de un himno en inglés que provenía del primer colegio por donde pasaba. Vi que la bandera de Inglaterra, que regularmente esta izada, ahora flameaba a media asta, claro, lo mínimo era una semana de homenajes a la reina difunta, en ese colegio que desde hace unos años decidió cambiar su nombre al inglés y se bajaron el busto de la fundadora para colocar en su lugar, el de la reina Isabel. Recuerdo a uno de mis colegas, el profe de historia del Perú, que de un momento a otro lo obligaron a adaptar su curso al inglés y tuvo que renunciar por dignidad pues consideraba una aberración dictar Peruvian History, reduciendo nuestra historia, cultura, lenguas y costumbres, con una mirada simplista y superficial in english. «I love it», decía la mayoría de padres de familia, al enterarse del “gran salto académico” del colegio tras disponer que toda la currícula se enseñe en lengua anglosajona. Alienación total que le sirvió a los dueños para triplicar el costo de la mensualidad, y posicionarlo como uno de los colegios más requeridos de Lima, donde los padres tienen que solicitar una matrícula desde que sus hijos tienen dos años, a ver si encuentran cupo.
Yo, en cambio, enseño la historia de mi país en castellano, en un colegio igual de caro, en la misma zona, y a donde llegan los alumnos con problemas de adaptación. Aquí, dicen con orgullo, que su “inclusividad” consiste en tener una política disciplinaria más condescendiente. Los chicos pueden sacar sus teléfonos en clase e incluso poner los zapatos sobre las carpetas, y cuando uno les llama la atención, van corriendo a la oficina de la encargada de normas y nos acusan a los maestros por maltrato. El mundo al revés.
Finalmente, llegué podrida a trabajar, con una llanta destrozada en el piso, con tal de entrar puntual a dictar mi clase. en la puerta del aula, me esperaban dos madres enardecidas a reprocharme el porqué había jalado a sus hijos en el examen. Tomé mi último suspiro de paciencia para explicarles que habían copiado textualmente del último trabajo entregado. me insistieron en que no merecían el desaprobado, así que las dejé hablando solas, y cerré la puerta del aula para iniciar clases. A los 20 minutos, la directora de la escuela interrumpe mi clase y pide que salga. “tienes que aprobar a esos chicos” y si no? le pregunté. Firmas tu carta de renuncia, respondió escuetamente, dando media vuelta hacia su oficina donde esperaban las madres sonrientes y a gusto de haber logrado “justicia” para sus hijos. Entré al aula para tomar mis pertenencias y retirarme por última vez de esa escuela, entre carcajadas y aplausos de aquellos pobres adolescentes que festejaban mi despido como una gran hazaña.
Esto es solo un ejemplo de cómo la educación privada se ha convertido en un negocio y los alumnos simplemente, son sus clientes, a los que deben tener a gusto. Y en gran medida, se extiende en la educación superior. Hoy en día, los valores son incómodos y la enseñanza es lo de menos. Esos chicos se gradúan pensando que la felicidad y el éxito son sinónimos de acumular riquezas materiales, aunque para lograrlo se atropellen los derechos del resto y/o tengan que infringir las normas en su provecho. Vivimos en una sociedad donde la llamada “educación de calidad” engendra una generación caracterizada por el individualismo, el simplismo, el fragmentarismo y el superficialismo, como bien decía Marco Aurelio Denegri. De esta manera, la corrupción e impunidad seguirán ganando la batalla sobre la justicia social.