Por Raúl Molina
Salimos de cinco años marcados por el conflicto entre poderes del Estado: cuatro presidentes, uno de ellos forzado a renunciar por nosotros, los ciudadanos; dos congresos, el uno disuelto, el otro corriendo contra el reloj; un referéndum que, finalmente, no sirvió para aprobar un cuerpo articulado de reformas.
No siendo esto suficiente distracción de los problemas de fondo, la irrupción de la pandemia hace un año puso en evidencia las deficiencias estructurales de nuestro Estado: un sistema de salud totalmente sobrepasado, mucha dificultad para llenar sus vacíos más urgentes (camas UCI, oxígeno y ahora, vacunas), bonos y programas alimentarios que tardan demasiado en llegar, préstamos para apoyar a las actividades económicas que no llegan a quienes tienen que llegar.
En ese escenario, las elecciones generales siguen sin despertar el interés de grandes porciones del electorado a menos de una semana de la votación. Dieciocho candidatos y candidatas se disputan la atención ciudadana y hasta ahora ninguno/a logra capturar nuestro interés mayoritario: no más de 25% de las preferencias para los dos primeros, menos de 50% para los cinco primeros, cerca del 30% no decide aún por quién va a votar, va a hacerlo en blanco o viciado, o simplemente no irá a votar (la que Juan de la Puente llama “resistencia ciudadana”).
Como era de esperarlo, la gente está más enfocada en sus problemas urgentes: hambre, ingresos, inseguridad en las calles; y la mayoría no confía en que el Estado, ni la mayoría de los candidatos le ofrezcan respuestas efectivas a esos problemas; menos aún están para pensar en grandes balances y perspectivas estratégicas.
En ese relato, ¿qué podemos esperar para el domingo 11? Es posible que las dos candidaturas que pasen a segunda vuelta lo hagan con porcentajes entre poco más de 15 y 25%, contabilizados sobre 70% o menos de la población electoral (asumiendo al menos 30% de ausentismo y voto en blanco y viciado). Un mandato más debilitado aún que el del 2016, un/a presidente/a inevitablemente vulnerable en su legitimidad de origen, aun con segunda vuelta.
Y en el lado del Congreso ¿qué podemos tener? Ocho, nueve, de repente, hasta diez bancadas, la más numerosa con veinticinco o treinta congresistas, varias con no más de seis (el mínimo para vencer la valla electoral).
Con esos supuestos ¿qué escenario se anticipa para el siguiente período? Probablemente uno de mucha inestabilidad. Si ganara un/a candidato/a conservador/a, que intente mantener las cosas más o menos como están en el enfoque de la política económica y las políticas sociales, muy rápidamente se encontrará con mucha oposición popular (la gente ya no aguanta) y de los partidos en el Congreso que tratarán de capitalizar esa oposición. Si ganara un/a candidato/a que realmente quiera cambiar las cosas, seguramente encontrará mucha oposición de los defensores del statu quo y también de la no poco poderosa tecnocracia funcional a este.
¿Cómo evitar este escenario casi de catástrofe anticipada? Hace unos días Alberto Vergara propuso un pacto adelantado: “No vacaré, no disolveré” ¿Será suficiente? No lo creo. Hay que gobernar 365 días por 5 años y durante ese tiempo hay que ofrecerle respuestas a la gente, iniciando desde los primeros meses. Sino, será ella la que vacará y/o disolverá.
Además, muy pronto, en octubre del 2022 tendremos elecciones regionales y municipales. Renovar la agenda de una descentralización que no ha cumplido sus promesas, no ha sido un contenido preferente en las narrativas de la campaña electoral ¿Cómo haremos para que el conjunto del Estado responda aceptablemente a las expectativas ciudadanas en todo el país, para no pasar un periodo más de cuatro años con gobiernos regionales que no logran cumplir su papel y municipalidades que, en su mayoría, mantienen múltiples debilidades institucionales?
Estoy convencido de que habrá que ponerse de acuerdo en algunas cosas más que en solo no vacar y no disolver; y espero que la fuerza de los hechos nos termine de convencer de ello: cómo hacer que el sistema de salud nos asegure un estándar razonable de servicio para todos/as en todo el país, cómo hacer llegar la reactivación económica a los informales y pequeños emprendedores (muchos son lo uno y lo otro), cómo llegar a los pobres (los persistentes y los que volvieron a serlo) en la pandemia y la pos-pandemia, cómo mejorar la calidad de la educación pública para que nuestras futuras generaciones estén mejor equipadas para la vida, cómo hacer que nuestras ciudades sean seguras y sostenibles para todos y todas.
No sé si para lograr esos objetivos necesitamos una nueva Constitución; no necesariamente. Lo que sí necesitamos es un acuerdo de ancha base sobre algunos cambios claves, no de forma sino de fondo. Si eso requiere cambiar toda la Constitución o solo partes de ella, ya se verá y habrá que hacerlo; pero seguramente, también habrá que cambiar varias leyes, reglamentos, interpretaciones y prácticas.
La iniciativa para hacerlo ¿vendrá de un Congreso fragmentado? Es poco probable ¿De un/a Presidente/a con un mandato de 25% o menos en primera vuelta? Difícil anticipar si tendrá la fuerza para plantearlo. Entonces, ¿de quién podrá venir la demanda y la fuerza para empujarlo? Pues de nosotros, de la sociedad, de la ciudadanía, de sus instituciones.
No obstante, un movimiento ciudadano puede desencadenar, pero no bastará para encauzar esas energías, para concretar las reformas que estas demandarán. Igual necesitará de los liderazgos honestos y dispuestos, probablemente individuales, que se vayan configurando en el Congreso; de las voces claras y fuertes que se expresen desde el Ejecutivo; de los/as formadores/as de opinión que alimenten las voluntades necesarias; de los/as empresarios/as que se la jueguen por un crecimiento económico incluyente; de todos/as aquellos/as que entendamos que luego de 200 años de república, hay lastres de desigualdad y exclusión con los que ya no debemos seguir conviviendo.