Por Rubén Valdez
El balotaje entre Pedro Castillo y Keiko Fujimori no solo genera la más pronunciada polarización política en el país, sino también temor e incertidumbre en la mayoría de peruanos. Es un escenario que se asemeja al de la pandemia, que puso de manifiesto la fragilidad institucional y política, sobre todo de sectores estratégicos como salud y educación. Es la realidad del Perú que se ha evidenciado con estas elecciones generales, pero que coexiste desde hace tiempo.
El descenso de los primeros lugares en la intención de votos en tan corto tiempo de candidatos como George Forsyth, Rafael López, Yonhy Lescano y Verónika Mendoza no sería factible en democracias más sólidas. En el Perú, así como en el fútbol, la política no tiene lógica, simplemente porque los partidos políticos -y esta es la explicación de las caídas- son volátiles y sustentados en caudillismos, liderazgos efímeros o coyunturas sociales. En este contexto, también existen factores intervinientes como el rol sesgado de un sector de los medios, la alta fragmentación política y los intereses estrictamente económicos y de poder en pugna. El proyecto país queda en el tintero.
El ascenso de Pedro Castillo no necesariamente refleja la carencia de visión del Perú profundo, de una supuesta diferencia entre Lima y las regiones andinas. Diríamos que es más la expresión del fracaso de la descentralización, de la existencia de grandes brechas sociales y de proyectos políticos fallidos en estos últimos treinta años. Ante esta realidad, los discursos populistas radicales, de derecha e izquierda, pesaron más en el electorado que las propuestas programáticas, por ejemplo, del centro político. Rafael López, nacionalista y conservador, estuvo cerca de la segunda vuelta, incluso con las mismas posibilidades que Castillo, pero sus yerros e incoherencias lo alejaron. Keiko Fujimori, casi en esa línea, capitalizó ese espacio y está nuevamente al acecho del poder.
Ambos candidatos del balotaje no constituyen el suicidio político de los peruanos, pero sí podría significar una muerte asistida de la democracia con graves consecuencias económicas y sociales. Sin embargo, hay un rostro social del peruano de hoy que no se considera en los diversos análisis: la ciudadanía precaria o chicha. Considerando que el grado de desarrollo de un país se mide por el grado de desarrollo cultural de su sociedad de sus ciudadanos, con una educación en promedio mediocre, mercantilista, con alumnos que de cada 100 no más de 20 comprenden lo que leen, qué podemos pedir. Esa es nuestra precaria realidad, desvelada por la pandemia y las recientes elecciones. Echarle la culpa a la “muchedumbre” por este escenario de la segunda vuelta electoral es una valoración casi medieval.
Ahora cunde la desesperación. La receta es viciar o votar en blanco bajo diversos argumentos para anular las elecciones, como cuando se prescribía por las redes a diestra y siniestra la ivermectina o el dióxido de cloro contra la Covid-19
Hay un mar de dudas. La suma de los votos duros de ambos candidatos, más los de sus aliados seguros, sobrepasaría fácilmente el 40% de la votación válida. Es casi imposible que se anulen las elecciones. Hay muchos intereses en juego que no necesariamente son los de las mayorías.
A estas alturas importa mucho más garantizar la democracia, aun con sus limitaciones, ante la factible instauración de un proyecto seudodemocrático con estrategias de baja intensidad, que pensar en un proyecto del bicentenario o mejorar el posicionamiento peruano en los indicadores de desarrollo a nivel internacional. La nacionalización del gas de Camisea, anunciado por Pedro Castillo y la campaña anticomunista castrista o chavista de Keiko Fujimori marcan el inicio de una campaña muy polarizada, pero sin luces aún en el horizonte respecto al Perú pospandemia.
Ante la incertidumbre y el miedo, propios también de una pandemia, es posible que ninguno de los candidatos logre una votación considerable que le dé legitimidad política; esto es crucial para la gobernabilidad del país. Esperamos que este contexto sea asimilado por los protagonistas de la segunda vuelta a fin de garantizar consensos viables antes que repartijas. Más allá de buscar la nulidad de las elecciones, con votos blancos o viciados, es mejor ejercer una presión social y ciudadana, vía redes o de manera orgánica, con el firme propósito de evitar el colapso social y democrático.