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lunes, octubre 7, 2024

¡Que viene el lobo!

Quizá los más avispados entre los peruanos acuciados ahora por angustias existenciales, empiecen a parar mientes en el hecho de que puede haber una relación inconsciente entre el casi total despojo de un vastísimo sector de la población y el temor a ser desposeídos por los excluidos; azuzados, claro está, por los redundantes gonfaloneros del status quo.
Agarran carne los pregoneros mediáticos y de toda índole cuando recurren a los estratos más primarios, más infantiles de nuestro Si mismo, cuando apelan a que viene el lobo.
El descenso a los estratos más recónditos de la psique conlleva la incapacidad de ejercer la prueba de la realidad. Una elemental revisión de la viabilidad de las más temidas amenazas nos mostraría fehacientemente que nos han poblado la mente de espantajos. Más allá de las eventuales intenciones de quienes nos gobernarán, nada o casi nada de lo que tanto asusta es factible.
¿Podríamos imaginarnos que, en sociedades medianamente equilibradas, solidarias, por ejemplo, en Suecia o en Alemania, a alguien en su sano juicio se le ocurriera que va a ser arrojado a la cuneta porque asume el poder una formación política que anuncia un giro sustantivo de timón?
Pues claro que no. Nadie tiembla allí donde la gratuidad universal de la enseñanza, el derecho inalienable a la salud y a la vivienda, la regulación del quehacer empresarial y la administración responsable de los fondos de pensiones (supervigilado palmo a palmo por el Estado) es parte constitutiva, casi la razón de ser, de sociedades que merecen la condición de tales.
Nadie alucina que alguien pudiera quedar en cero porque jamás nadie estuvo en ese páramo.
De lo dicho se deriva que, trascendiendo cuestiones psicológicas individuales, la única posible manera de conjurar nuestros miedos atávicos, de atenuar significativamente la paranoia colectiva es participar unánimemente en el bienestar de todos. Si logramos mediante nuestro comprometido aporte que no haya un solo compatriota desatendido, se disiparán nuestros peores fantasmas.
En esta ruta es preciso, verbigracia, que la educación deje de ser segregacionista, que los colegios se conviertan en lugares de encuentro de escolares provenientes de los diversos estratos sociales. De esta forma, los niños incorporarán para siempre la vivencia de lo diferente, que es también un espejo de lo otro en uno mismo. Claro está que las diferencias generan conflictos, pero las rivalidades, envidias, celos, se tramitarán en el aquí y ahora, en el inmediato contacto. El otro dejará de ser un “peligroso” extraterrestre al que se le puede colgar cualquier etiqueta de los cucos en boga. No deben volver, ni en nuestras pesadillas, imágenes de hermanos que mueren porque no hemos edificado un sistema de salud que descarte definitivamente la prevalencia del lucro sobre la integridad de la persona.
Seguiremos asolados por nuestros más primitivos temores mientras no hagamos nuestra una concepción del desarrollo que coloque realmente a la persona en el centro de nuestra atención y que destierre la idea del negocio como bien supremo.
Una versión particularmente perversa de esto es la apreciación de numerosos “analistas” políticos de que la candidata reincidente ha realizado una buena campaña electoral, puesto que incrementó su porcentaje de votación entre la primera y la segunda vuelta. Esto guarda penosas similitudes con la tan difundida como delirante idea del Perú ad portas del primer mundo.
A los opinólogos de marras les parece de maravilla que se acumulen cifras, aunque para ello se movilicen miedos ancestrales, se atice el pánico taliónico (a los que apenas dejamos migajas nos van a arrebatar nuestro pan). Los prosélitos del inminente ingreso a la OCDE estaban persuadidos de que el incremento de las cifras macroeconómicas era lo que contaba. Los tenía sin cuidado, o ni siquiera registraban el hecho qué cada vez nos alejábamos más de la indispensable cohesión social, que se ahondaba el abismo entre los privilegiados y los que al fin ahora levantan la voz.
Por favor, no insistamos en el lugar común que ahora, así de pronto, tras los comicios somos un país dividido en dos. De nuevo, lo que define las cosas serían exclusivamente los números. Sí, es cierto que con estos se ganan elecciones, pero si vertemos una mirada al otro lado del muro nos damos con un universo mental averiado, abarrotado de fracturas de larguísima data. Esto corresponde a la actitud disociada de una sociedad que concibe la democracia como una élite rodeada de esclavos.
Quedémonos con la inefable imagen de semblantes que asoman esperanzados y que, junto al maestro de campo, abandonan el anonimato de siglos; rostros que dan fe que la sonrisa, aleluya, cambió de bando.

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