Lo sucedido el 26/27 de agosto en el Congreso no fue una anomalía dentro de un proceso signado por la irrupción de fuerzas nuevas de la derecha e izquierda en el juego institucional. Al contrario, el resultado ha sido muy tradicional para un proceso que se supone inédito.
En el resultado hay poco de innovador. No se ha quebrado nada.
En el debate de la confianza no ha ganado el cambio, sino la tradición. El discurso de Bellido fue extremadamente acotado en reformas, incluido las referencias a la cuestión constituyente, que ha quedado en el aire a la espera de nuevos impulsos que no figurarán en los libretos y, por lo tanto, plenos de incertidumbre.
Si algunos piensan que fue bueno que la sangre no llegara al río -es decir, el rechazo a la confianza- lo malo es, en cambio, que se haya perdido la oportunidad de que el Ejecutivo y el Congreso cotejen sus ofertas de reforma para la crisis larga que nos ha traído hasta aquí, y para la crisis “corta” de la pandemia y el desempleo que reclaman acción urgente. Las útiles intervenciones finales de ministros y las alertas de algunos legisladores confirman que la ventana para el debate de proyectos debió abrirse de par en par.
Un riesgo de los procesos de confrontación institucional es la autolimitación de los actores, una falsa moderación en la que se decide abandonar los proyectos en lugar de encontrar los consensos. Una cosa es el pacto y otra la complicidad.
Noticia que en el Congreso no se impusiera la agenda rupturista. Más aún, que el primer encuentro entre los poderes no fuera una colisión destructiva significa que la mayoría numérica que eligió la mesa directiva no se ha convertido en una mayoría política antagónica al gobierno, dejando espacio para una gobernabilidad del cambio. El sentido del voto de confianza es que los 73 votos a favor de ella es una promesa de cooperación y no un estorbo salvado, y que los 50 votos contra la confianza es una derrota dulce de la coalición vacadora.
Es cierto que la reunión del 26/27 permite trazar un campo de identidades vencedoras y vencidas, trasladando el rayado de cancha surgido luego de la segunda vuelta electoral. En esa dimensión del análisis, esta ha sido la primera victoria del gobierno y la primera derrota de la ultraderecha. Entre los vencedores se ubica en una posición expectante el centro parlamentario -una centro derecha si se le aprecia en un plano mayor- que ha contribuido con el 46% de los 73 votos de la confianza, de modo que habría que preguntarse quien ha ganado más en esa crucial votación, la coalición parlamentaria equidistante que se erige en la llave de la estabilidad o el gobierno que ha rebajado su mensaje politico inicial.
Me temo que ese rayado de cancha empieza a ser sustituido por una nueva relación de fuerzas donde se descompone el escenario en nuevos elementos: dos grandes bloques en el Gobierno, tres en el Congreso, en tanto la sociedad empieza a dividirse entre el apoyo militante al Gobierno y en la denuncia militante del mismo.
Atrapados por la imagen de polarización que nos venden los grandes medios de comunicación, no deberíamos subestimar la fragmentación. Conviene desagregar todo: la popularidad del presidente (Lima vs regiones), la vigencia del nuevo poder (Castillo no es Cerrón), la oposición dura (Fuerza Popular no es lo mismo que Renovacion Popular), la expectativa de los empresarios (CONFIEP no es lo mismo que la Unión de Gremios) y la impaciencia de los movimientos sociales. En esa desagregción hay más preguntas que respuestas. Y notables ausencias: la oposición carece del liderazgo y la oferta de reformas también.
En ese punto, evitada la colisión, el problema de fondo sigue siendo el cambio, su programa, prioridades y principales decisiones. Una izquierda amiga de las batallas simbólicas no puede solazarse, exclusivamente, en el chacchado de coca o la justa defensa del quechua. El peor radicalismo es el que está vacío. El consenso no puede inmovilizar el cambio. El voto de confianza no debe ser un choque y fuga.