Las revelaciones sobre publicaciones y atestados policiales en los que ministros de Estado aparecen con algún tipo de vínculo o exaltación a Sendero Luminoso o sus integrantes – algo inaceptable en una democracia – así como el debate producido a partir de la salida de Héctor Béjar de la Cancillería vuelven a colocar sobre la mesa la discusión sobre el periodo de violencia que vivió el país entre 1980 y 2000. Por ello, conviene rescatar la importancia que tiene la Comisión de la Verdad y Reconciliación, cuyo Informe Final cumple 18 años de presentado esta semana, para reencaminar esta conversación.
La CVR partió desde una premisa fundamental para ese tipo de grupos de trabajo: dar voz y cabida a las víctimas como prioridad, con miras a darles la dignidad negada tanto por agrupaciones terroristas que buscaron cambios a través de la violencia como por un Estado que ignoró su existencia. Siendo ellas el centro de su relato, son sus historias y las conclusiones a partir de las mismas las que se priorizan.
A partir de allí, el Informe Final arriba a una gran conclusión central: la violencia es inaceptable como vehículo de cambios sociales que resultan urgentes en un país como el nuestro. Más aún, la lucha armada se plantea como antitética frente a la política, actividad que supone enfrentar los conflictos existentes en nuestra sociedad a través de vías pacíficas de procesamiento del disenso y búsqueda de consensos entre quienes piensan distinto. Es a partir de allí que se señala que una ideología fundamentalista y sanguinaria como la de Sendero Luminoso es incompatible con la democracia peruana, por lo que su legalización – o la de alguno de sus grupos de fachada – sería una afrenta para el país.
Ello no significa, por cierto, la renuncia a explicaciones sobre el fenómeno o la presentación de miradas que también pongan su foco en los perpetradores. El propio trabajo de la CVR fue, en sí mismo, una explicación detallada sobre el fenómeno de la violencia, sus causas y consecuencias, así como sobre la respuesta estatal, muchas veces errática y, en algunos lugares y momentos, llevada a la categoría de crímenes de lesa humanidad.
Asimismo, el trabajo emprendido por la Comisión también recoge las voces de algunos de los victimarios, para presentar – nunca para justificar – las motivaciones de sus acciones. A partir del Informe Final, que siempre se vio como un punto de partida antes que una palabra final, durante los últimos 18 años se han hecho investigaciones académicas y representaciones artísticas que han dado cabida a lo que muchos llaman voces subalternas.
Sin embargo, dar cabida a esas voces no quiere decir que exista una ausencia de interpelación ética en relación con sus actuaciones. Y allí el trabajo de la CVR se hace aún más valioso por un doble motivo. De un lado, porque recuerda claramente las responsabilidades de actores armados, políticos y sociales durante el conflicto armado interno. De otro lado, porque su relato busca que las víctimas sean tratados como ciudadanos y, para ello, un primer paso es el reconocimiento de los delitos y actos antiéticos.
En esa línea, el horizonte de los trabajos e indagaciones en torno al periodo de violencia no debería dejar de lado que resultan inaceptables los actos terroristas y sanguinarios emprendidos por Sendero Luminoso, así como aquellos actos cometidos por miembros de las fuerzas del orden que vulneran los derechos fundamentales. Esta sigue siendo una verdad incómoda, dos décadas después que la CVR iniciara sus labores para esclarecer uno de los periodos más dolorosos de la historia peruana.
La gran mayoría de peruanos no se ha tomado la molestia de leer ni un párrafo de este informe, ignorando lo importante que es para todos, saber un mínimo de la verdad. Muchos creen que es un documento que ensalada al terrorismo, no entienden que mirar hacia otro lado, ni cambia, ni borra el pasado.