La política peruana se moviliza hoy entre tribus. Y, sobre todo, aquellas que tienen un espíritu de cruzada con miras a anular al enemigo político, antes que la construcción de consensos.
Desde la derecha más conservadora, se ve a todo aquello que se encuentre a la izquierda de Torquemada como el enemigo. Se hace un énfasis en recuperar una supuesta tradición cristiana, occidental y militar digna de la disciplina de un cuartel y con la moral de un convento de monjas de clausura. Cualquier pensamiento que señale críticas a la actuación de las Fuerzas Armadas durante el periodo de violencia es vista como terrorismo. Para este sector, la inclusión de cursos de ciencias sociales, en los que exista siquiera un ápice de pensamiento crítico, es vista como sinónimo de marxismo. Y alusiones a la necesidad de reconocimiento de derechos a las personas con distintas orientaciones e identidades sexuales es vista como poco menos que un anatema contra la familia tradicional, para no hablar de la necesaria resignificación de los roles de género entre hombres y mujeres. Estamos ante personas que añoran los tiempos en los que el voto no era universal y que tranquilamente podrían tener una foto de Joseph McCarthy al lado de la de monseñor Escrivá en la mesa de noche.
Desde la izquierda más sectaria, cualquier crítica al actual gobierno es “hacerle el juego a la derecha”. Pedir la renuncia del presidente del Consejo de Ministros por su poca idoneidad en el cargo supone dejar de lado “la representación provinciana” – como si no hubiera mejores exponentes de la misma dentro de la izquierda -. Condenar sus declaraciones misóginas es “no darle la oportunidad a que se deconstruya”. Exigir que, por un mínimo de decoro y respeto a las víctimas del terrorismo el ministro de Trabajo deje el cargo es “condenar al anatema a alguien que no tiene sentencia” (olvidando que hay un tema ético y político en su permanencia). Pedir consecuencia a quienes lideraban banderas progresistas y hoy las ocultan bajo la premisa de que “dan la batalla por dentro” se vuelve en una afrenta. Y ahora ser liberal – o incluso socialdemócrata – se convierte en sinónimo de una mala palabra.
Los dos buscan que el otro caiga. Desde un lado, se alienta a marchas o se señala que la única forma de “parar al gobierno” es derrocándolo (como si un golpe de Estado preventivo no fuera, precisamente, la caída de la democracia que dicen defender). Desde el otro, se invita a no criticar al gobierno y no hacer olas, a la par que se busca la forma de forzar una disolución del Congreso de la República.
Ambos lados olvidan que son minoría. Que pasaron a la segunda vuelta los dos candidatos con menor votación en la historia desde el retorno a la democracia en noviembre de 2000. Que nuestra representación parlamentaria está construida sobre bancadas minúsculas – y muchas de ellas, pegadas con babas – que terminan con mayor representación como efecto de las reglas electorales en un Congreso de la República al que se le coloca – indebidamente – un número fijo de miembros que no representa a los peruanos.
Resulta indispensable que los peruanos que estamos al medio recordemos a los actores políticos que seguimos en medio de una pandemia y buscando una recuperación económica que genere más puestos de trabajo. Que muchos estamos de acuerdo con cambios constitucionales, pero que el mejor camino es priorizar determinadas materias. Y que el Estado no se puede convertir en el botín de nadie, ni de un partido recién llegado al poder ni de otros que ya medraron del mismo. Ya estuvo bueno.