Cuando era niña -creo que tenía aproximadamente un año y medio- recuerdo llorar de hambre porque mi padre se iba a marchas estudiantiles y me dejaba sola; esas marchas eran muy comunes en esos tiempos. No creo haber sido la única niña que pasara por eso: muchos en mi generación de cuarentones tuvimos padres que fueron los hijos de los setentas, tiempos de cambio, sin dudarlo: épocas de dictadura, de convulsión social, de jóvenes de cabellos largos y almas nobles encendidas por fuegos revolucionarios, muchos de ellos de familias acomodadas, que sentían profundamente no encajar en una sociedad que no defendía al pobre, al maltratado, al que vivía en el Perú profundo; muchos de ellos eran hijos de militares, de señoras católicas y carismáticas, profundamente contrariados por su realidad económica y social. Fueron rebeldes llenos de fuerza y furor, listos para comenzar la revolución.
La mayoría de los movimientos de izquierda de ese tiempo estaban conformados por muchachos de ese perfil, muchos con hijos pequeños como yo; la revolución era el despertar, tal vez irresponsable, de una generación inconforme, contestataria, que promovía tanto la libertad política de los pueblos y la rebeldía contra las dictaduras dominantes, como la igualdad sexual de las mujeres ante el statu quo, ante el patriarcado.
Sin embargo, no existía solo ese tipo de militancia; existía también la de la gente pobre, obreros y luchadores sociales organizados en movimientos que no solo eran plataformas sindicales, sino la respuesta lógica a una desigualdad estructural mantenida por años. Los indígenas o cholos -como muchos hasta el día de hoy los llaman- no eran más que servidumbre, no valían, eran desechables. En una ciudad como Arequipa, en donde he vivido desde que tengo cinco años, mi memoria viva es como discriminaban a mi padre por ser cholo; recuerdo claramente a la gente marrón ir por una vereda y la gente blanca ir por la otra; recuerdo a mis tíos gritar “cholos de mierda” a sus peones en la chacra; recuerdo como una niña, empleada en la casa frente a la mía, era golpeada con un palo porque no sabía cocinar.
Recuerdo, claro que recuerdo.
Y pasada mi infancia, recuerdo un país dividido, asesinatos delante de las casas, coches-bomba; recuerdo a un loco, a un megalómano escondido bebiendo vino, bailando Zorba El Griego en una casa de Lima, mientras sus huestes no tenían que comer y vivían a salto de mata; recuerdo discusiones, peleas, cuartos vacíos, miedo, oscuridad. Recuerdo personas fanáticas que creían en ese megalómano, como si fuera dios, que abandonaron a sus hijos sin el menor remordimiento por la lucha de clases, que preferían ser una leyenda de heroísmo, enceguecidos por el dogma y su visión personal de lo que sería un país maravilloso, con gente sin hambre, con justicia social, con todo para todos, sin pobres, sin niños hambrientos… cuando los niños hambrientos vivían en sus propias casas.
Recuerdo un montículo de cadáveres en El Frontón, recuerdo Tarata, recuerdo el coche bomba en Frecuencia Latina, recuerdo a los estudiantes protestando en las calles, recuerdo los rochabuses, recuerdo los dos cadáveres de amigos muertos y expuestos ante la televisión por ser senderistas, dos chicos muy guapos e inteligentes de familia acomodada arequipeña; esa familia amiga perdió a dos de sus hijos, su pobre padre sufrió mucho, mucho, lo recuerdo muy bien. Sus ojos estaban cansados, y llenos de dolor.
Y de vergüenza.
Recuerdo el hambre, recuerdo no tener ropa, recuerdo el dolor, recuerdo la niñez rota, recuerdo la adolescencia asustada, recuerdo la vida marcada, recuerdo -aunque trato de olvidar todos los días- que perdí a mi padre hace muchos años y que nunca más lo recuperé, recuerdo el abandono… pero también recuerdo los libros, los cuentos, las lecciones, el amor, y recuerdo como una tarde del 92 todo eso dejó de existir.
Recuerdo, y todos los días quiero olvidar, y sin embargo sé que eso no solo me pasó a mí: le pasó a muchos niños de mi edad: los huérfanos de la guerra fuimos muchos.
No sólo el país quedó destruido, mi generación recibió un daño incalculable: quedó sin padres, sin amparo, sin escondite, sin identidad. Esos años costaron y siguen costando hasta ahora mucho más de lo que imaginamos.
Todos esos recuerdos que quise olvidar siempre, que escondí muchos años por vergüenza, por miedo, por dolor, se vieron hoy día de golpe en mi cerebro, en mi corazón, y tengo que admitir que odié a esta persona cuando estaba viva, la odié con lo más profundo de mi ser; la odié por haber destrozado mi vida, por haberme dejado sin padre, por haber dejado huellas en mi alma que jamás podrán desaparecer.
Pero ahora, casi 30 años después de su captura, casi 30 años después de ese momento en que se lo exhibió como un mono en una jaula, hablando incoherente mientras las víctimas de sus ideas siniestras se debatían entre el olvido y la miseria, no siento nada. Y aunque muchos digan: “ni olvido, ni perdón”, YO tengo que olvidar y perdonar; tengo que hacerlo por mi sanidad mental, y porque, aunque no soy creyente, creo firmemente que Jesucristo existió, no como un ser divino, pero si como alguien excepcional, cuyo mensaje es el mejor y más adecuado en este momento, y es el que me ha ayudado a sobrevivir:
“Ama al prójimo como a ti mismo”
“Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”
“Bienaventurados los que buscan paz, porque ellos serán llamados hijos de dios” “Perdonad a los hombres sus ofensas porque solo así vosotros seréis perdonados”
Finalizo esta columna personalísima, que es mi memoria de una época convulsa, dolorosa, oscura y solitaria, y espero que pueda ayudar a gente como yo, en este país fracturado, que han sufrido, y que en ese sufrimiento se perdieron, perdieron su identidad, su vida, sus sueños.
Estas palabras son, también, mi más respetuoso y sentido homenaje a todas las víctimas del conflicto interno.