Al escribir esta columna no he terminado de leer el libro de Daniel Olivares, “Joder para transformar”, por dos sencillas razones: la primera es que lo compré tarde, de lo cual me arrepiento, y la segunda es que estoy engolosinado y vuelvo a leer una y otra vez cada párrafo, cada experiencia que narra el ex congresista Olivares.
Daniel tiene un rasgo particular que lo diferencia de muchos de sus colegas congresistas: además de abogado es comunicador político, eso le da una ventaja para entender la función de representación y para contarnos su experiencia.
Como bien señala, la afirmación con la que inicia su libro nadie se la espera y la gran mayoría no la cree: “Ser Congresista de la República es un trabajo muy bonito”. Si la creyéramos seguramente tendríamos mejores candidatos y candidatas. Personalmente, creo tener el privilegio de conocer a varias personas de distinta tendencia política que también vivieron –y viven- la experiencia parlamentaria con apasionamiento, gusto y responsabilidad.
Intuyo que la responsabilidad es precisamente una de las razones que ha llevado a Daniel Olivares a publicar este libro. La responsabilidad conduce a rendir cuentas y hacerlo no sólo ni principalmente mostrando logros, sino contando su experiencia desde diversas aristas. Olivares narra, por ejemplo, cómo hizo para seleccionar a los miembros de su equipo parlamentario, en quienes debía encontrar sintonía con los objetivos programáticos además de capacidades profesionales e integridad personal. Esta tarea no es fácil; miremos sino el reciente caso de la señora Angélica Barturén, asesora de la congresista Tania Ramírez, que acaba de ser detenida como presunta integrante de una organización criminal. ¿Tuvo la congresista Ramírez el suficiente cuidado al seleccionar a la señora Barturén como asesora de su despacho?
Uno de los capítulos más interesantes del libro es aquel en el que Daniel Olivares narra con detalle su participación en las movilizaciones ciudadanas de noviembre del 2020 que llevaron a la caída del efímero e impopular gobierno de Manuel Merino y la atención –junto a varios de sus colegas- a los heridos y detenidos durante las protestas.
Olivares explica también cómo es que tuvo que adecuar sus planes ante contextos no previstos. La epidemia del coronavirus nos cambió la vida y –con justa razón- tenía que cambiar las prioridades de nuestros representantes políticos. No estoy entre los 80,649 electores que votaron por él, pero es imposible no sentirse representado por quienes entienden la política como una relación de permanente diálogo con la ciudadanía, sus angustias y sus propuestas.
Un congresista de minoría necesita alianzas tanto al interior del parlamento como fuera de éste. Eso es lo que hizo Olivares, por ejemplo, en la defensa de la reforma del transporte: aliarse con los transportistas formales y con especialistas para generar corrientes de opinión y de soporte. Vale igual para hacer frente a quienes hoy pretenden dar marcha atrás en la reforma universitaria.
Insisto en que la representación política tiene en la rendición de cuentas uno de sus componentes esenciales. Lo viví de cerca cuando tuve el gusto de ser asesor del ex congresista Washington Zeballos (2006 – 2011) y debíamos elaborar en cada legislatura un boletín de lectura sencilla para ser distribuido a la población de Moquegua, principalmente a la que carecía de acceso a redes sociales.
Ojalá el Congreso de la República adecúe su reglamento de forma tal que pasemos de la exigencia de presentar informes internos que quizás nadie lee a la rendición de cuentas públicas ante los electores y la ciudadanía en general. La labor vigilante de la sociedad civil y de la prensa puede activar los mecanismos de accountability necesarios para fortalecer nuestra frágil institucionalidad democrática, como señala el maestro Guillermo O’Donnell.