La sentencia contra el periodista Chirstopher Acosta y el editor Jerónimo Pimentel es el ataque más artero de los últimos años a las libertades informativas. La reacción nacional e internacional no es gratuita porque anuncia el nivel al que ha llegado la batalla por las libertades en el Perú. El caso descubre a políticos -de derecha, centro e izquierda- adversarios de las libertades que les son incómodas, supuestos liberales desnudados por sus actos y el pavoroso atraso de la justicia en la defensa de principios democráticos sensibles.
La sentencia ha sido analizada desde varios ángulos[1]. Hay consenso sobre que en su parte dogmática es pobre, sin teoría y sin doctrina penal y constitucional, que se sustenta en una lectura literal del honor y la difamación, y que ignora la jurisprudencia sobre el uso de fuentes y la veracidad de los hechos.
El fallo agrava el acoso a la libertad de expresión en el país y sigue la ruta que pretende prohibir el libre uso de datos y fuentes en la circulación de la información, una tendencia advertida en las maniobras procesales en los casos Petroaudios (2008), Potoaudio (2010), Cornejoleaks (2014), Malversación del Vraem (2016), Panamapapers (2016) y Cuellos blancos (2018), entre otros.
El núcleo duro de este ataque es la imposición de la censura previa de la información y la implantación del principio de que el periodista o medio tienen que prever -léase adivinar, predecir o calcular- el efecto de la información que difunden. La misma prensa, paradójicamente, no es ajena a esta tendencia de claro harakiri. Es el caso de la terrible resolución N.° 001-TE/2020 del Tribunal de Ética del Consejo de la Prensa Peruana, que merecerá un enjuiciamiento aparte.
La sentencia contra Acosta y Pimentel presenta gruesas omisiones. Una de ellas es la determinación del biene jurídico protegido (punto cuarto, desde la pag. 17 en adelante), que recae solo en uno, el honor, dejando fuera de la ponderación otros bienes en juego, increíble lógica del juez en un caso donde están en juego la libertad de expresión misma y, especialmente, el interés público.
Un juez que en pleno siglo XXI no relaciona los principios-derechos del honor, libertad de expresión e interés publico, puede producir sentencias lamentables.
En el caso peruano, ninguno de estos valores se anulan, por supuesto. Tempranamente, en 2001, el Tribunal Constitucional (TC) estableció que las libertades informativas tenían la condición de preferidas por lo que se “requiere que cada vez que con su ejercicio se contribuya al debate sobre las cosas que interesan a todos, tengan que contar con un margen de optimización más intenso, aun cuando con ello se pudiera afectar otros derechos constitucionales”. El TC señaló que lo anterior “no implica que ambas libertades tengan que considerarse como absolutas, esto es, no sujetas a límites, o que sus excesos no sean sancionables”. En la misma sentencia el TC aclaró, no obstante, que “con anterioridad señaló que con carácter general todos los derechos fundamentales pueden ser objeto de limitaciones o restricciones en su ejercicio, pero cuando ello se haga tales límites no pueden afectar el contenido esencial de ellos, pues la limitación de un derecho no puede entenderse como autorización para suprimirlo”[2].
Resoluciones siguientes fueron en esa línea. El TC ha vuelto siempre a la idea que las libertades informativas requieren de un margen de optimización más intenso aún cuando con ello se pueda afectar otros derechos constitucionales. Esto no significa que tengan que considerarse absolutas y que no estén sujetas a límites, o que sus excesos no sean punibles, sino que, como todos los derechos, deben ser objeto de limitaciones y restricciones, quedando establecido que esos límites no pueden afectar el contenido esencial[3].
El interés público es un poderoso parámetro que permite que esta optimización no afecte tanto la intimidad y el honor de las personas como el derecho de la sociedad a la transparencia pública. El político César Acuña no es un ciudadano de a pie. Ha sido dos veces candidato a la presidencia de la república, dos veces congresista, dos veces alcalde de Trujillo, gobernador de La Libertad y fundador y líder de un partido que ha recibido el respaldo popular en 7 procesos electorales desde el año 2006.
El fallo del juez de este caso, al analizar los hechos (punto quinto, pág. 21) solo repara en que hay un libro, un autor y un sello editorial, eludiendo el asunto de fondo, que es el interés público legítimo que concita el protagonista de libro. Sobre Acuña no hay morbo sino un interés natural y sano de saber quién es y de dónde viene. El TC, cuando resolvió sobre el conocido caso Magaly Medina/Mónica Adaro hace más de 16 años señaló que “no debe confundirse interés del público con mera curiosidad. Es deleznable argumentar que cuando muchas personas quieran saber de algo, se está ante la existencia de un interés del público, si con tal conocimiento tan solo se persigue justificar un malsano fisgoneo”[4].
En el mismo caso, el TC dejó sentado el parámetro de que, “en el análisis de la validez del derecho a la información o a la vida privada, se tendrá como característica esencial e imprescindible su acercamiento a una base razonable para el mejoramiento social y personal de los miembros de la colectividad porque solo de esta forma podrá ser entendido el interés público en una información vertida por los medios de comunicación social. Este desarrollo colectivo se materializa en dos ámbitos: uno subjetivo (proyección pública) y otro objetivo (interés del público)”[5].
Es obvio que los personajes públicos como el Sr. Acuña tienen vida privada, pero su protección es menor y ello tiene una explicación razonable que un juez, un político o un abogado defensor no pueden ignorar. Sobre la vida privada de personajes públicos, el TC asume que el grado de conocimiento de la población respecto a ciertos personajes conocidos “hace que la protección de su vida privada puede verse reducida, considerando diversos tipos de personas con proyección pública, cada una de las cuales cuenta con un nivel de protección disímil”. Según el grado de influencia en la sociedad, se puede proponer tres grupos de acuerdo con el propósito de su actuación: “1) Personas cuya presencia social es gravitante, que determinan la trayectoria de una sociedad, participando en la vida política, económica y social del país. Ellas son las que tienen mayor exposición al escrutinio público, por cuanto solicitan el voto popular; 2) Personas que gozan de gran popularidad sin influir en el curso de la sociedad, por lo que su actividad implica la presencia de multitudes y su vida es constantemente motivo de curiosidad por parte de los particulares, aunque tampoco se puede negar que ellos mismos buscan publicitar sus labores, porque viven de la fama; y 3) Personas que desempeñan actividades públicas, aunque su actividad no determina la marcha de la sociedad, sus actividades repercuten en la sociedad, pero no la promueven, como puede ser el caso de los funcionarios públicos”[6]. La actividad del Sr. Acuña cae en el primer grupo.
Lo señalado no nos lleva a la santificación de la prensa, especialmente en un país que acaba de transitar un proceso electoral donde desde la prensa se acosó y mintió, y más de un medio afectó la libertad de sus propios periodistas, de modo que el interés público no podría -ni debería- ser la tapadera de los delitos que se comenten desde los medios. En ese punto, hemos visto menos objetividad de la prensa para juzgarse a si misma o para defender a periodistas que no son de nuestra simpatía. El caso del libro Plata como cancha no es un pasaporte a la impunidad; el correcto trabajo de Acosta y su editorial y la resistencia a ser acallados, son un acto de libertad.
[1] https://fundacionmohme.org/texto-integro-de-la-sentencia-contra-el-periodista-christopher-acosta/
[2] TC, Exp. N.° 0905-2001-AA, 2002, FJ. 14
[3] Ibid.
[4] TC, EXP. N.° 6712-2005-HC, FJ 58.
[5] Ibid. FJ 52.
[6] TC, EXP. 6712- 2005-HC, 2005, FJ 54.