El presidente Castillo, maestro rural, líder sindical y rondero, es la expresión de ejercicio del poder más común —y hasta cruda— en un país desigual e injusto como el Perú: futilidad, arribismo y continuismo. Sin embargo, este hombre poco formado, con una concepción simplista de la gestión pública, con una laxitud moral y un nivel de informalidad habituales en amplios sectores de nuestra sociedad, fue elegido presidente, democráticamente, y su elección impidió —o se debió al activismo por impedir— que la candidata favorita de los poderes fácticos —educada en una de las mejores universidades del mundo, acusada judicialmente por graves delitos y pese al enorme poder que ella y su agrupación ostentan— fuera elegida como la primera presidenta del país.
En el Perú ha arraigado la perversa idea de que los servicios públicos son para los pobres (Guillermo Nugent dixit); por ello, nuestros diversos problemas se han ido “solucionando” con la privatización extrema e informal de la vida social en sus diversas esferas: educación, salud, seguridad, justicia. El presidente Castillo es hijo del sistema educativo (público y privado) en el que se formó; es Magister por la más representativa de las universidades negocio.
Sus deficiencias evidentes, han agudizado en el imaginario social la idea de que gente sin capacidades está llegando a posiciones de poder. ¿Es cierto este fenómeno y, en todo caso, es reciente? El aparato estatal peruano ha sido secularmente una bolsa de trabajo para sectores sociales medios, cercanos a esferas de poder, al margen de sus capacidades reales. ¿Por qué estas críticas saltan a la luz recién ahora y con tal virulencia?
Alberto Vergara dice que con Castillo “Ha quedado esta maciza convicción histórica peruana que es el patrimonialismo. Uno entra al Estado para favorecer a mi argolla, a mi panaca, a los míos, pero hecho por mediocres”. Él mismo afirmaba hace unos días que el verdadero drama de la derecha es que “con Castillo tu lista de contactos de Whatsapp ya no sirve”. ¿Qué se cuestiona, entonces?, ¿la corrupción, sea esta “elegante” y “discreta” o “folklórica” y “escandalosa”?, ¿el patrimonialismo como tal o solamente el patrimonialismo mediocre de la gente recién ascendida a esas esferas de poder antes monopolizadas por la “gentita”? La mayor ruptura que se ha producido en estos escasos seis meses es que esos grupos ya no manejan con la misma facilidad los diferentes estamentos del Estado. Lo malo, que los pocos avances que se lograron en meritocracia se dejan de lado por intereses sectoriales subalternos.
Las últimas décadas, los mismos tecnócratas se turnaron los más importantes cargos en la administración pública y, a pesar de sus altas cualificaciones, tenemos un Estado cuya precariedad quedó al desnudo —en la escena mundial— con la pandemia; ese Estado, incapaz de cumplir con eficiencia las escasas funciones regulatorias que la Constitución de 1993 le asigna, fue administrado por prácticamente los mismos técnicos, que, con modales refinados y mucha apariencia propia de su estatus, alternan y usufructúan quehaceres en los sectores público y privado. El ex presidente Kuczynski, polígloto con una cultura exquisita, es el vivo ejemplo de esto.
Juan de la Puente afirma que la tragedia del Perú la han hecho los doctores y que el problema del presidente no es su falta de ilustración, sino que está transitando hacia una “moderación desordenada”, sin plan y en aparente renuncia a ejecutar los cambios que prometió y que permitieron su elección. Laura Arroyo ha escrito que el gabinete presidido por Torres Vásquez es uno de renuncia a las promesas de Castillo como táctica para evitar su vacancia, aunque carente de una estrategia, razón por la que la sociedad debe “redoblar la ofensiva en las vías desde donde podemos disputar poder” para lograr los cambios requeridos.
Sin dudas, es deplorable la oferta política en el Perú y los electores tenemos que elegir a “nuestros” representantes de una paleta de candidatos cuyo exceso cuantitativo es inversamente proporcional a lo cualitativo. Pero como dijo Julio Anguita, fallecido líder comunista español, “Los políticos somos como la sociedad que nos pare y nos da a luz. Salimos de ustedes. Por tanto, los políticos somos el reflejo de lo que somos como sociedad […] Si hay podredumbre en los políticos, [es] porque vienen de un lugar podrido”. En el Perú nuestras pocas capacidades ciudadanas políticas y organizativas nos han condenado —espectadores pasivos— a que la podredumbre desde ya varias décadas atrás sea mayoritaria en la representación política. ¿Cómo lograr revertir esto en la cancha y no quedarse en las tribunas?
Las reformas epidérmicas del Estado han apuntado a cuestiones puramente formales y se elevaron los requisitos de acceso para mejorar la burocracia estatal. En ese contexto, las universidades-negocio atienden la demanda generada; su modelo de negocio (exitoso, además) es simplemente la venta de cartones a nombre de la nación, requeridos en algunas vías de ascenso social. Este fenómeno ha quebrado de alguna manera el statu quo burocrático, pues ahora ingresa a la administración pública gente de sectores más populares, que cumple con los requisitos, muchas veces gracias a esas universidades-negocio. ¿Democratización neoliberal y chicha?, ¿eficiente “asignación de recursos” por la mano invisible? ¿Será esto lo que explica el nefasto acuerdo político para deshacer la reforma educativa y la SUNEDU?
Lo cierto es que el país requiere con urgencia que el Estado provea a todos sus ciudadanos servicios públicos accesibles y de calidad, lo que por la corrupción generalizada es inviable. Sin esto, nuestra democracia devendrá definitivamente en estercolero.
Quizá hoy que los grupos conservadores y los poderes fácticos nos niegan hasta el derecho a manifestar nuestras opiniones vía referéndum, sería importante que la sociedad decida qué sistema político quiere el Perú; es decir, si realmente optamos por la democracia, que permite que cualquier ciudadano llegue a los más importantes cargos, o si, bajo el slogan de que cualquiera no debe gobernarnos, optamos por la vuelta a una aristocracia que ya vivimos y sufrimos históricamente.
Mi opinión va por fortalecer la democracia, lo que implica i) cerrar el camino a los planes de vacancia y la vuelta al gobierno de actores ya conocidos, ii) agudizar el control al gobierno y al Congreso, iii) mejorar el sistema electoral, a fin de que la oferta abra espacio a que los mejores en todos los campos del quehacer social participen y puedan ser elegidos iv) promover la meritocracia efectiva que sostenga la carrera pública administrativa en los diferentes niveles del Estado.