Como es de conocimiento público, hace unos días la Presidenta del Congreso ha puesto en vigencia la ley 31399, que fue aprobada por 72 votos a favor y 44 en contra, después de un pobre debate congresal en cuanto a su fundamento, en virtud de la cual se modifica la ley de Participación y Control Ciudadanos, indicando que no podrán someterse a un referéndum solicitado por la población si antes la iniciativa no es aprobada por el Congreso. El contenido de la ley ha dado lugar a titulares escandalosos y a numerosas quejas porque se considera que ella limita el derecho ciudadano a participar y poner en debate asuntos de interés público.
Que en el actual y anteriores Congresos la representación popular adolezca mayoritariamente de buen juicio e interés por el futuro del país no puede a nadie llamar la atención. Y también es cierto, como se ha afirmado por abogados constitucionalistas, que esa ley no era jurídicamente necesaria porque el artículo 206 de la Constitución, que está vigente, establece que toda reforma constitucional debe ser aprobada por el Congreso. Y ello ha dado lugar a opiniones tales como que la nueva ley es un recorte a los derechos de la población a participar en política y que tiene carácter inconstitucional, objeciones que no comparto. ¿A qué se deben entonces esas quejas destempladas si el suelo está parejo?
El motivo parece encontrarse en la propaganda electoral y después gubernativa del Poder Ejecutivo en el sentido de que es necesario una reforma total de la Constitución y que para tal efecto no había camino mejor que convocar a una Asamblea Constituyente, reunión con poderes soberanos, mediante un referéndum convocado por un número importante de ciudadanos. Si la pregunta fuera opinar si la Constitución fujimorista de 1993 es un texto impecable y ejemplar, hay que decir de frente que no lo es, y que ya se han efectuado reformas en algunos de sus artículos y presentado varias otras con propósito similares. Siendo ello así, ¿no parecería acaso razonable que determinados partidos y políticos desearan cambiarla, a pesar que hemos tenido tantas ya en la historia republicana que no han traído mayor resultado beneficioso? Lógicamente la respuesta sería naturalmente positiva, más aun cuando tenemos un Congreso que no responde a nuestros intereses y necesidades permanentes. Pero sí advertir que ninguna nueva Constitución es una medida milagrosa que curará todos nuestros males, pensamiento mágico desmentido por 200 años de república y 14 Constituciones. Y decir que no fue posible el desarrollo porque siempre favoreció a los mismos -verdad cuestionable y parcial- es como creer que ahora la nueva composición de la futura Asamblea propuesta estará integrada de sabios horados, decentes y amantes del país que los vio nacer. Ilusión vana.
Pero en este caso no es que el diablo esté en los detalles. Lo que sucede es que en este debate la parte jurídica solo es una parte del mismo y no la más importante. El otro debate es político, porque los proponentes de la reforma total vía referéndum tienen dos características que no pueden dejarse de lado: siguiendo el ejemplo de simpatizantes más allá de nuestras fronteras lo que desean es un texto que les permita quedarse indefinidamente en el poder e impedir toda oposición a sus oscuros designios. No lo dicen directamente, pero por sus actitudes lo confirman diariamente con sus bravatas violentistas. Hay además varios ejemplos de ello en Latinoamérica, somos declaradas repúblicas pero han sido muchos los presidentes que se consideran, llegados al poder, como eternos reyes caprichosos. Mala y arraigada costumbre. En segundo término, lo que es un asunto gravísimo, es que no nos ha dicho cuáles serían las disposiciones que -como delegados de un concepto de “pueblo” indefinido- propondrían a esa ya imposible Asamblea Constituyente, por ejemplo, en derechos fundamentales, garantías constitucionales y estructura del Estado, todos asuntos del mayor interés y con una larguísima historia en la que estuvieron presentes, no solo en el Perú, luchas intensísimas y sangrientas para conseguirlos. Con los defectos que se quiera, los logros de la cultura occidental en tales materias deben ser conservados a sangre y fuego, adaptándolos por cierto en lo adjetivo a nuestra realidad. Ambas pues son materias de extrema gravedad que ni siquiera se han debatido a propósito de la ley 31399.
Y cuando algunos ayayeros se han referido a la necesidad de un cambio en el régimen económico, han dicho que lo que hay que hacer es eliminar el carácter subsidiario que establece que el Estado no puede intervenir en determinadas áreas económicas que están bien atendidas, disposición sabia que permite paralizar otra vez el gigantesco estropicio que nos causaron, en hambre, colas y robos, más de 100 empresas públicas antes de 1990. Así, por ejemplo, esos opinantes a favor de la Asamblea Constituyente ni siquiera han leído con atención el artículo 58 de la Constitución vigente, que obliga al Estado a actuar en materia de promoción del empleo, salud, educación, seguridad, servicios públicos e infraestructura, inmenso teatro de iniciativas, no siendo en estos casos aplicable el principio de subsidiaridad, bastando una ley que lo autorice. Pero no lo han hecho los gobiernos desde 1993 hasta ahora porque nuestros políticos de toda laya son ignorantes en la materia y temerosos de tomar decisiones que no les rindan beneficio pronto o que vayan contra lo que algunos medios o corporaciones consideran “políticamente correcto”. Por supuesto que la parte económica de la Constitución debe mejorarse y tanto yo como otros hemos publicado proyectos al respecto. Pero este tipo de reformas, que requieren de un alturado y enterado debate no interesan al Poder Ejecutivo, a Perú Libre y a sus seguidores no democráticos, como tampoco al Congreso. Lo que desean es en su pequeñez apropiarse de parcelas de poder en exclusiva y quizás no solo del poder político.
Otra materia que ha sido olvidada en el debate es el papel que juega la democracia directa y específicamente el referéndum, omisión que pone en evidencia la pobreza intelectual y política de nuestra clase política y de los numerosos “opinólogos” que han metido cuchara en el tema. Los sistemas de democracia directa -plebiscito, referéndum, revocatoria y otros- son un complemento, no un sustituto, de la democracia representativa. Esta última adolece de fallas que es preciso corregir en el sistema electoral vigente para que la representación esté cercana a la población, y por cierto al regreso de un Senado con variada composición y elegido de distinta forma. Pero hay un par de asuntos a tener presente: los sistemas de la democracia directa han sido mayoritariamente utilizados por gobiernos autoritarios y dictaduras, y en democracia solo deben ser utilizados cuando se ha producido un debate profundo sobre el tema en cuestión y la población tiene una educación cívica más o menos uniforme. Si no es así, el resultado está sujeto a la grita emotiva y a la propaganda del poder de turno. En el Perú ha existido solo un referéndum convocado por el ex-presidente Vizcarra, cuyos resultados sufrimos hasta hoy, como la imposibilidad de reelección en ciertos cargos públicos. Pero en otra materia somos los reyes del mambo y prueba de su desafortunada incorporación legislativa: en ningún país se han producido más revocatorias a cargos elegidos que en el Perú, especialmente en pueblos pequeños, lo que demuestra la falta de confianza, la envidia y la ambición dineraria de esas poblaciones, haciendo imposible acciones beneficiosas de largo plazo. ¿Este dato de la realidad se ha tomado en cuenta? No, solo interesa llegar al poder para quedarse y aprovecharse vilmente del mismo. Finalmente, no escucho a los defensores de minorías y pueblos olvidados sobre el tema, y al no decir nada, ocultan que en el referéndum se decide entre un sí o un no, deja fuera a las minorías, a los que están lejanos a la centralidad del poder, a los discrepantes. Discriminación legalista en nombre del poder popular. Vamos, vamos, hay que leer menos tuits y más historia.
En conclusión, nuestro Congreso, que ha sido elegido con la misma legitimidad que con la que se eligió a Castillo y compañía, ha tomado una decisión política al aprobar la ley 31399, que no es inconstitucional porque no impide la votación de referéndum si se cumplen ciertas formalidades previas, respondiendo a la oferta subversiva y sin contenido real de una Asamblea Constituyente, que no estaría compuesta de una correcta representación que transmita el sentir de las culturas que alberga el PERU con mayúsculas, sino un circo armado por las mafias presentes que nos gobiernan, enquistadas en los gobiernos regionales y en los demás poderes del Estado. Ahora, el Poder Ejecutivo ha decidido plantear una demanda de inconstitucionalidad por la ley 31399 ante el Tribunal Constitucional por considerar que atenta contra la voluntad popular; solo cuando conozcamos su decisión, sabremos cuál ha sido la posición victoriosa y cuáles los intereses que se han impuesto.
La crisis de nuestro Estado no es reciente, pero si no hay enmienda podríamos ir a su colapso, ya que hay una clara incapacidad para prevenir y resolver conflictos y para tomar decisiones audaces pero firmes en temas que ya es imposible desdeñar, como la reforma integral -en competencias y amplitud territorial- de la llamada descentralización. Los apetitos personales se han impuesto y parecen tener aceptación activa o pasiva. Así no habrá desarrollo posible. El debate actual es estéril. Es preciso acudir al Acuerdo Nacional. La legitimidad de origen se disuelve si hay incompetencia y corrupción. Como he señalado en ocasión anterior, es preciso efectuar reformas puntuales que nos ayuden a salir del estancamiento productivo y sin ideario convocante, es decir, debe tener un sentido que sea apreciado y apresado por las mayorías, y liderado con una voluntad que hasta ahora no encontramos.