La segunda moción de destitución del presidente Castillo no brinda la sensación de una batalla, sino de una danza. Parece un acto simbólico, no en el sentido alegórico, sino en que se muestra cargado de mensajes menos referidos a la salida del presidente de su cargo, y más a elementos de esta profunda crisis nacional, como la debilidad de sus protagonistas, la precariedad de los partidos, el hartazgo de los peruanos o la predominancia de la pequeña política.
El de hoy será un acto difuso propio de una representación también difusa. Los votos mandarán, que duda cabe, aunque la vacancia no depende de la fortaleza moral de los argumentos sino de la fragilidad. Un puñado de legisladores logreros que no se ubican a favor o en contra, sino en el lado de la ventaja y el cálculo serán el fiel de la balanza. La presidencia se juega en el lado oscuro de lo político.
La segunda vacancia tiene más preguntas que certezas. La primera certeza es que luego de seis iniciativas destituyentes en poco más de cuatro años, nos encontramos frente a una insurrección parlamentaria contra la presidencia, un parlamentarismo radical que cree que el Congreso es el primer poder del Estado, aunque no precisa el proyecto institucional alternativo más allá de doblegar al presidente.
Si se suman las vacancias y las reformas que se impulsan para perforar el equilibrio de poderes de nuestro modelo presidencialista, se concluye que el desmontaje de la presidencia no viene acompañado de un modelo de reemplazo. En ese punto, la derecha parlamentaria se parece mucho a los grupos radicales de la constituyente chilena que creen que los males de la democracia están en el ejercicio de la representación y no en la formación de ella.
La segunda certeza es la normalización de la incapacidad moral como una figura de fácil uso. Que congresos muy devaluados puedan juzgar y sacar del poder al funcionario más importante del Estado, es una disfunción constitucional. Un constitucionalista que solo ha leído los 206 artículos de la Constitución y que no hace uso de la doctrina, jurisprudencia, proceso e interpretación constitucional, puede decir que eso es normal porque es legal, aunque es mucho más que eso. Tiene sentido en ese punto la crítica de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos – CIDH que ha cuestionado el uso reiterado y discrecional de la figura de la incapacidad moral permanente en el Perú para impulsar la vacancia presidencial y aboga para que ese uso se lleve a cabo con objetividad, imparcialidad y garantías del debido proceso.
Entre las preguntas hay una crucial más allá de los votos que consigan los vacadores: ¿Es ya el presidente Castillo un rehén del Congreso? Esta captura tendría un doble sentido, es decir, rehén de los grupos que lo apoyan y de los grupos que puede sumar votos para llevarlo como acusado ante un tribunal político con facilidad. Si la realidad respondiera afirmativamente esta pregunta, aunque la vacancia no alcance los votos necesarios se tendría para los próximos meses una presidencia muy limitada y una probable tercera moción en poco tiempo. Así, la sobrevivencia de Castillo y por consiguiente del Parlamento tendría altos costos para el sistema. No es suficiente sobrevivir, la democracia requiere calidad de vida.
Otra pregunta se refiere a qué piensan los peruanos de este acto, si respaldan a una autoridad cuestionada que es llevada como acusada ante un tribunal político igualmente cuestionado. La encuesta reciente del IEP, publicada por La República, responde parcialmente esta pregunta. El sondeo indica que tanto el acusado como sus acusadores son reprobados por la mayoría, es decir que dos poderes simbólicamente vacados y precarios escenificarán un acto que los ciudadanos respaldan (51 % a favor de la vacancia), pero que creen no debe quedarse allí; el 80 % cree que debe adelantarse las elecciones generales.
En ese punto, la distancia frente a los protagonistas de la vacancia es notable. El 31 % de los que se definen de izquierda respaldan la salida del poder de Castillo y de 36 % de quienes se asumen de derecha no están de acuerdo con la destitución del presidente.
Queda sin responder la relación entre esa distancia y la posvacancia en caso esta se concrete y aún más, si se adelantan las elecciones. La distancia frente a los actores parece ser, al mismo tiempo, la distancia a la crisis. IEP cree que el interés por la política ha aumentado en el último año, un optimismo que el sondeo no transmite, salvo en Lima, entre los jóvenes y en los que se definen como personas de derecha. Una pista sobre esta zona oscura de la indiferencia podría ser que los ciudadanos quieren “que se vayan todos”, pero no creen que las nuevas elecciones solucionen la crisis, una fuerte dosis de desconfianza que explicaría en parte la falta de una movilización democrática para cualquiera de las salidas mostradas en el papel.
No es extraño que hayamos llegado a este punto de la crisis donde las salidas no son, necesariamente, sinónimo de alternativas.