Entre los años 2017 y 2018, realizamos una investigación en la Universidad de Lima sobre los jóvenes y la política, en universidades públicas y privadas de las ciudades de Lima, Trujillo, Iquitos, Ayacucho y Arequipa. Dentro de otros temas, el estudio se propuso conocer el lugar que los jóvenes le asignaban a la Universidad como espacio de formación y reflexión. Fue un hallazgo encontrar que, pese a las diferencias entre las universidades públicas y privadas, los jóvenes atribuían a la universidad una función pública por el rol que los profesionales desempeñan en la sociedad.
Los estudiantes de las universidades públicas apreciaban que tenían una deuda social porque habían logrado acceder a las aulas gracias a que el Estado y los ciudadanos, mediante sus impuestos, se lo permitían, y que debían retribuirle al país con ética y responsabilidad nuevos conocimientos y capacidades para mejorar la vida de los peruanos. Los estudiantes de universidades privadas también pensaban que al concluir sus estudios podían desempeñarse en diferentes ámbitos como profesionales responsables y contribuir con la sociedad. En ambos casos, se percibían a sí mismos como jóvenes ciudadanos, aunque se sentían lejanos de la política convencional y fluctuaban entre el desconcierto, el interés y los temores, pero con un gran potencial que podría ser canalizado no solamente por las organizaciones políticas, sino por sus propias universidades. Concluimos que estábamos frente a la oportunidad de que la institución universitaria capitalice ese potencial y generase espacios de debate, una pedagogía docente y una metodología que promuevan la curiosidad, la indagación y la cooperación. Expresaron propuestas como, por ejemplo, que en las universidades se conversara mucho más sobre los problemas y asuntos públicos (la salud, la educación, la agricultura, la construcción, la innovación, los derechos y las leyes). Y se preguntaban por qué motivos la educación universitaria estaba tan lejos de los problemas que aquejan al país, a las regiones, porque una buena educación no debía ignorar ni estar distante de los grandes problemas nacionales y de las soluciones a las cuales ellos podían contribuir colectivamente desde su etapa formativa.
Vivimos un momento crítico porque muchos logros alcanzados a partir de la Ley Universitaria del 2014, y de la Sunedu, están siendo amenazados por la nueva ley aprobada por el Congreso. Si bien hemos sido testigos de una movilización de protesta y está circulando un padrón en contra, cabe hacerse una pregunta: ¿dónde está la multitud de estudiantes en este momento de afrenta al sistema universitario de calidad, dónde estamos los docentes, dónde están los padres de familia para defender la universidad que la sociedad peruana requiere a gritos, con jóvenes íntegros, con una ética social y una visión de futuro? Pueden esbozarse muchas respuestas a esta interrogante, pero rraancaría por señalar que existe un escaso conocimiento sobre lo que significa una educación universitaria de calidad, en qué consiste la ley del 2014, por qué motivos se ingresa a una etapa de licenciamiento universitario.
En las universidades no se debaten ni difunden estos asuntos y resulta urgente leer -profesores y estudiantes- el último informe de Sunedu, que nos ofrece un panorama claro de la realidad del sistema universitario. La COVID-19 hizo evidente y nos puso de cara a las extensas debilidades del país en muchos ámbitos de la gestión pública. Fallecieron más de 200 000 peruanos y se produjo una crisis que dejó sin trabajo a amplios sectores y elevó los índices de pobreza. Somos testigos de una profunda pérdida del sentido de comunidad, de servicio, del sentido social que podría enlazarnos para enfrentar esta crisis económica y política. No hemos logrado construir un proyecto común de sociedad y la educación es uno de sus componentes más importantes.
¿Qué ocurre con la universidad peruana? Como ha sido señalado, la educación viene siendo otro ámbito amenazado por los intereses de sectores mercantiles ajenos a los intereses de nuestros jóvenes. Entender lo que ocurre al interior del sistema universitario, fragmentado y afectado por los extremos de desigualdad del país, debiera ser materia de debate en las universidades porque las aspiraciones a una educación de calidad no pueden estar atadas a las posibilidades económicas de acceso, sino a estándares básicos que permitan a los jóvenes tener un trabajo digno. Los padres aspiran a que sus hijos los superen, a que sean exitosos económicamente, pero además a que se sientan mejores personas y más realizados. Los maestros aspiramos a tener un trabajo estable, compartir nuestros saberes e impulsar el conocimiento y la investigación para que nuestros estudiantes se desempeñen en espacios diversos de la sociedad. Se esperan profesionales bien formados: abogados que defiendan la ley, periodistas que busquen la verdad, ingenieros que velen por las obras de construcción de calidad, psicólogos que cuiden el estado mental de las personas, economistas que propongan las políticas adecuadas en defensa de la estabilidad y el trabajo, por mencionar algunos ejemplos.
Sin embargo, los políticos piensan diferente y no advierten o juegan a intereses subalternos, y no terminamos de darnos cuenta del peligro que significa destruir las posibilidades de las actuales y futuras generaciones. Si aquellos a quienes con nuestros votos hemos entregado la representación y no la ejercen, sino que traicionan los intereses de los jóvenes universitarios, somos todos nosotros quienes nos tenemos que “comprar” este emprendimiento; tal vez uno de los más importantes en esta etapa de pospandemia, que nos hizo descubrir el abandono de lo público y la necesidad del conocimiento y la ciencia.
Quiero imaginar a las autoridades universitarias unidas encabezando la protesta con los brazos enlazados con los de sus profesores y estudiantes. Quiero imaginar, y me permito proponerlo, que las universidades que han firmado tan importantes comunicados en contra de la contrarreforma del Congreso -y a pesar de las batallas legales que esperemos lleguen a buen puerto- se comprometan públicamente a continuar con las reformas que emprendieron de la mano de la Sunedu: que mantengan el 25 % de los docentes a tiempo completo; que contribuyan a evitar la precariedad del empleo de muchos docentes a tiempo parcial, que requieren trabajar en varias universidades para sobrevivir; que mantengan y amplíen las asignaciones de investigación; que faciliten y apoyen el acceso de sus docentes a estudios doctorales; que los estudiantes cuenten con el apoyo para emprender proyectos que vinculen la universidad con la empresa y la comunidad; mecanismos de inserción laboral; apoyo a la salud y el deporte.
Hay mucho por hacer porque las medidas tomadas entre los años 2016 y 2020, y que revocaron la licencia a 49 universidades y a un número muy elevado de programas, no es sino la primera etapa para mejorar las universidades. Llevamos décadas de retraso con relación a las políticas emprendidas en otros países de la región. Pero lo más grave es la crisis ética y moral en el país, que afecta a nuestros estudiantes en su visión de futuro y que requiere urgentes compromisos y colaboración de todos los actores en las universidades para fortalecer y mejorar la enseñanza y la investigación. El informe de la Sunedu desnuda también las extensas diferencias entre los estudiantes de universidades públicas y privadas, las tasas de interrupción de los estudios y las diferencias de género. Asimismo, queda claro que la universidad no es solamente un lugar para producir grados académicos, sino un motor cultural y económico en la sociedad. Necesitamos universidades que no se miren al ombligo, sino que asuman la visión y el desafío de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible, tanto en la formación de los jóvenes como para darles a ellos la libertad para investigar y proyectarse profesionalmente.
Y aquí una nota sobre el tema de las tesis. Indudablemente, la Sunedu no es un fin, sino un medio para alcanzar la calidad y para tener un sistema universitario ordenado. Las tesis, como la expresión de la culminación de los estudios en sus diferentes niveles (el bachillerato, la licenciatura, la maestría y el doctorado) ha sufrido cambios importantes en la última década. El principio se mantiene porque son trabajos originales que ofrecen una confirmación de ciertos conocimientos, competencias en la solución de problemas o producción de nuevos conocimientos, pero siempre siendo rigurosos en las menciones a los autores y en el trabajo propio de cada tesista. Los cambios mencionados se encuentran, por ejemplo, en que algunas décadas atrás los alumnos presentaban trabajos de 300 páginas con marcos teóricos interminables, mientras hoy se les pide conocer a quienes ya investigaron el tema y aportar en originalidad por medio de textos mucho menos extensos y muy rigurosos. Pero lo esencial está en que el estudiante encuentre el sentido a este proceso, que se comprometa con hurgar y desarrollar su curiosidad a través de la investigación. Algunos se preguntan por qué la Sunedu no intervino en la revisión de las tesis. Yo respondo que, después de esta primera etapa de licenciamiento, se ingresa a una segunda etapa por la calidad educativa, siempre con la rectoría del Minedu. No podemos detenerla.
Pensar y gestionar la universidad peruana está en la misma línea del país que soñamos y que en estos días duros para la vida pública pareciera que se nos escapa de las manos. Pero volvamos a lo esencial, a cuidar a nuestros jóvenes y promover una educación profundamente vinculada al país y sus necesidades, y con todo el rigor de una formación de calidad. Estamos ante una gran oportunidad de asumir un pensamiento que nos una: defendamos a los jóvenes.