“Pues al rey, por sobre todo, le interesaba que su autoridad fuera respetada. No toleraba la desobediencia. Era un monarca absoluto. Pero como era muy bueno, daba órdenes razonables. ‘Si ordenase –decía a menudo- a un general transformarse en ave marina y el general no obedeciera, no sería culpa del general. Sería la mía’”
El fragmento es de El Principito, ese hermoso libro de Antoine de Saint-Exupéry al que bien vale la pena volver una y otra vez. Vino a mi cabeza a propósito de algunas decisiones y declaraciones reiteradas en el ámbito político y más allá.
Por ejemplo, la reciente norma aprobada y promulgada por el Congreso de la República que pretende la realización de elecciones internas “complementarias” alterando los plazos, normas y principios jurídicos de un proceso electoral que se encuentra en marcha hace varios meses. Tal como los organismos competentes han señalado, se trata de una norma materialmente imposible de cumplir, pero no han faltado voces de congresistas y grupos parlamentarios que afirman que las decisiones del Congreso deben cumplirse “gusten o no”. Aquellos que -volviendo al párrafo citado al inicio- no toleran la desobediencia, aunque no haya razonabilidad en sus órdenes.
La pretensión de imponer decisiones sin importar el costo que ello suponga y basadas principalmente en intereses particulares está siempre presente como práctica o como riesgo cuando se accede al poder. Se trata de una pretensión frente a la cual la democracia debe protegerse.
Como señalé en una columna anterior[1] “en democracia no es saludable anclarse o acostumbrarse al simple cálculo de votos”. Ganar una elección o lograr mayoría parlamentaria no puede dar lugar a un ejercicio arbitrario del poder; en democracia nadie puede sentirse poseedor del poder absoluto.
Esto me lleva a otro tema de especial interés en la coyuntura: el futuro de la Defensoría del Pueblo. Las defensorías del pueblo –el ombudsman– surgieron precisamente para proteger a la sociedad de los posibles abusos de quienes detentan el poder, ésa es su razón de ser. De allí que se exija que quien la encabece goce de plena autonomía y demuestre una clara trayectoria de integridad, independencia y compromiso con los derechos de las personas y los valores democráticos.
El Congreso de la República ha puesto en marcha un proceso para elegir al nuevo defensor o defensora del pueblo para los próximos cinco años. Pero se ha optado por una fórmula que niega la posibilidad de que instituciones de sociedad civil propongan candidatos o que cualquier persona que se considere con los méritos suficientes para ejercer el cargo postule por sí misma. No hay concurso ni consulta. El Congreso ha decidido que sólo las bancadas parlamentarias a través de la junta de portavoces presenten candidatos o candidatas para dirigir la Defensoría del Pueblo.
Es justo que la población –a la que se debe la Defensoría del Pueblo- cuente con información oportuna y completa sobre las personas propuestas, que sus expedientes sean examinados también por organismos competentes y autónomos y que expongan de forma pública sus propósitos para el futuro de la institución. Y aunque la elección corresponde al Congreso, la votación en el pleno debe ser precedida de un serio debate, no como ocurrió hace poco con los magistrados del Tribunal Constitucional en que la mayoría de bancadas impuso la decisión de votar sin debate alguno.
La legitimidad de los órganos de poder y de sus decisiones está dada por la deliberación, la transparencia y la razonabilidad, no sólo por la fuerza de los votos.
[1] https://www.patamarilla.com/2022/05/deliberacion-y-transparencia/