Cuando Valentín Paniagua asumió la Presidencia de la República, el conservadurismo peruano estaba muy golpeado. Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos fugaron. Sus secuaces comenzaron a ir a la prisión y otros comenzaron el largo camino hacia el reciclaje. Algunos intentaron una candidatura que buscara darle opciones, como la de Carlos Boloña, pero las revelaciones de aquel verano de 2001 y su impúdica estadía en un asentamiento humano para ganar votos lo sepultaron. No dejaron de buscar alguna capacidad de golpe, traducida en una celada de Nicolás Lucar con un falso testimonio en contra de Paniagua, que el entonces mandatario supo responder con elegancia y firmeza. En esos momentos, querían resistir.
Este grupo comenzó a rearmarse contra el gobierno de Alejandro Toledo. La eterna vocación por el yerro en su vida personal, las negociaciones bajo la mesa con un sector cercano a estas voces – aquellas conversaciones con representantes de broadcasters caídos en desgracia, antes que el gobierno quisiera retirar las licencias a los canales cuyos dueños delinquieron, fueron la mayor muestra – y el manejo frívolo de la cosa pública que caracterizaban al otrora líder de Perú Posible generaron que, rápidamente, estas personas recobraran fuerzas. Se cancelaron algunos procesos de reforma y surgieron chapas como “cívicos” o “caviares”, una muestra de la necesidad de empatar la defensa de la democracia y los derechos humanos con cierto color de piel y la descalificación de esas personas como elitistas y lejanas de las necesidades populares.
Durante el segundo gobierno de Alan García, esta alianza conservadora se empoderó. Eran los años en los que García hizo del hortelanismo – aquella masacota fofa que ligaba cantos a la inversión privada con el conservadurismo más ramplón – la doctrina aceptada en la CONFIEP. Pero también fueron los años en los que se buscó la toma de dos instituciones importantes en el país.
Los conservadores lograron la captura, por unos años, de El Comercio, el diario más importante del país, ante un director ausente, que llegó luego de un golpe de Estado familiar. Mientras que el entonces Arzobispo de Lima, azuzado por una turba que en España sería defensora de Vox, buscaba apoderarse de la Pontificia Universidad Católica del Perú. En el segundo caso, luego de un enfrentamiento donde algunos prelados hoy caídos en desgracia fueron los aliados vaticanos del purpurado, la llegada al poder de un pontífice argentino cambió la correlación de fuerzas. En el primero, la torpeza con la que editores y editoras conservadoras manejaron la posición del diario decano durante la elección presidencial de 2011, sumado a otros errores, generaron un golpe de timón que derivó en una posición más liberal, que dejó en el desempleo a varias de estas personas.
Precisamente, aquella campaña electoral alineó más claramente a estos sectores con tres agrupaciones políticas: el APRA, el fujimorismo y Solidaridad Nacional. Fueron allí que vinieron varias batallas. La primera, evitar que Ollanta Humala encarnara la democracia y perdiera las elecciones de 2011, cuestión en la que perdieron. La segunda, tratar de lavarle la cara al fujimorismo, grupo político al que algunos auguraban una conversión parecida a la de franquistas y pinochetistas a cierto conservadurismo más democrático, pero cuya vocación por la fechoría terminaba liquidando cualquier intento de reconversión. La tercera, revocar a una alcaldesa con un manejo político torpe y que terminó sucumbiendo – como sabríamos años después – ante la corrupción. Y se sumarían a ellos los intentos por sabotear las indagaciones de la Megacomisión presidida por Sergio Tejada, que revelaban varias de las pistas de corrupción del segundo alanismo, que terminarían reventando años después en las ya conocidas confesiones de Nava y Atala.
La próxima semana, veremos que ocurrió con este grupo durante los últimos cinco años.