No hay duda alguna que las elecciones presidenciales fueron ganadas, en forma limpia, por Pedro Castillo. Los observadores nacionales e internacionales han señalado que el proceso se ha desarrollado con absoluta normalidad. Los modelos estadísticos más serios demuestran que no hay grandes anomalías en los resultados obtenidos en las mesas. Y anoche, en un comunicado bastante claro, el Departamento de Estado de los Estados Unidos que las elecciones peruanas constituyen “un modelo de democracia en la región”.
La señora Keiko Fujimori y sus aliados conservadores no han podido mostrar ninguna evidencia de irregularidad seria en el proceso electoral. Por el contrario, todas sus iniciativas legales han sido examinadas y han culminado en el mismo destino: la desestimación de sus argumentos. Y aquellas iniciativas enunciadas por algunos personajes conservadores que han implicado algún tipo de camino que se desvía del orden constitucional han sido enérgicamente rechazadas tanto por las principales autoridades del país como por un sector mayoritario de ciudadanos, de acuerdo con las más recientes encuestas.
Hay quienes consideran que la señora Fujimori viene operando de esta manera ya no por un objetivo político, sino por un objetivo personal: obtener un estatus de perseguida política que le permita obtener un asilo y, así, eludir la acción de la justicia. De ser cierta esta hipótesis, valdría la pena que la lideresa de Fuerza Popular evalúe, claramente, que, en términos políticos, esto sería el final de cualquier carrera pública y que, además, sus posibilidades de obtención de cualquier tipo de salida fuera del país son bastante bajas. El Perú es un país democratico en el que, más allá de los errores existentes en el sistema de justicia de cualquier nación libre, no existe una vocación persecutoria más allá de los límites establecidos por los Códigos Penal y Procesal Penal.
Pero, sobre todo, la señora Fujimori debe ser consciente que su tiempo político ha concluido. El país, en tres ocasiones consecutivas, le ha expresado su rechazo, eligiendo a tres personas muy distintas como presidente de la República. Se puede entender el dolor que esta situación puede causar en lo personal. Pero resulta importante que, frente a ello, se antepongan los intereses nacionales.
La lideresa de Fuerza Popular ha envalentonado al sector más reaccionario y conservador de la sociedad peruana. No ha sido enérgica en condenar expresiones racistas y clasistas, no ha tenido una sola palabra de deslinde frente a quienes han buscado tocar las puertas de los cuarteles en pos de un golpe de Estado. No se ha pronunciado sobre la abierta cobertura desigual de varios medios de comunicación a su favor. Le ha generado un daño inmenso a la ciudadanía que, tras una pataleta electoral que nos ha costado cinco años de inseguridad política, ahora tiene que soportar 17 días sin que sepa admitir la realidad. Es decir, que ha sido nuevamente derrotada.
La derecha peruana merece tener mejores representantes y líderes, así como una lealtad mayor con el sistema democrático y con los ciudadanos. Ese tipo de liderazgo no se encuentra en la señora Fujimori. Nuevamente, ella y su grupo político han antepuesto sus intereses personales a la estabilidad nacional. Es hora que nuestra derecha, de una vez por todas, entienda que, con estas cabezas, no ganará una elección popular.
Renuncie, señora Fujimori. Que su tercera derrota no le cueste al Perú cinco años. Hasta aquí nomás.