La evidencia frente a la arremetida de la posmodernidad
Por Richard Orozco
Desde hace aproximadamente 60 años, una serie de procesos culturales se han ido congregando en torno a la necesidad de mostrar una crisis en la epistemología. No hay un nombre específico para dicho proceso, por eso, con bastante simpleza, estos han sido conocidos como postmodernidad. Algunos, de forma más simple, se han referido a sus representantes como progresistas diferenciándolos de los conservadores. Evidentemente, las etiquetas son funcionales, pero muy imprecisas. El énfasis al que han apuntado estos postmodernos es, por un lado, liberarnos de algunas ingenuidades respecto de la verdad y el conocimiento, y, por otro lado, desarrollar una sociedad más tolerante. Así pues, liberación y tolerancia son los dos objetivos a los que de una u otra forma han apuntado. Creo que no se puede negar la importancia de este proceso, si consideramos que nuestro objetivo es siempre conformar una sociedad mejor asentada en una mejor comprensión de la realidad.
No obstante, dicho proceso ha traído consigo un debilitamiento peligroso de algunas bases epistemológicas mínimas, las que garantizan ese tipo de sociedad mejor a la que aspiramos. Podríamos decir que, en la lucha progresista, de tanta crítica liberadora, ‘botaron al niño junto al agua de la bañera’. Y es que, en la crítica a la verdad, a la razón o a la ciencia, se minan también las estructuras básicas de estas, que son también cimientos claves sobre los cuales se desarrollan nuestras instituciones. La vida doméstica no funcionaría si no contamos con un concepto básico de razón o racionalidad que encause nuestras discusiones; y ni qué decir del aparato de justicia o la vida universitaria sin el concepto de verdad. Así pues, la crítica epistemológica debe ser prudente y sensata para que sea auténticamente liberadora. Los radicalismos pueden más bien devenir en el irracionalismo que es al fin de cuentas tan nefasto como el conservadurismo extremo.
Pues bien, ese proceso postmoderno al que he hecho referencia, ha devenido en algunos casos en ese radicalismo; y de una crítica a la objetividad hemos seguido con ‘todo es interpretación’, ‘no hay hechos’ o ‘la verdad depende de cada uno’. Ya estas afirmaciones son nefastas de por sí, pero yo me referiré a la manera en que dichas afirmaciones derivaron en una igualmente perjudicial crisis de la evidencia. Este último no es un instrumento menor, es de una importancia vital para el sistema social, para el sistema de salud, para el sistema de justicia o para los procesos electorales. La evidencia es el dato objetivo que sostiene una afirmación, una teoría o una sentencia. Resulta insano pretender diagnosticar sin evidencia, emitir una sentencia o proponer la teoría del fraude electoral sin la evidencia. La sociedad sin evidencias camina a ciegas y su futuro sería tiránico. Quiero proponer dos explicaciones de por qué toda la crítica epistemológica posmoderna derivó en una peligrosa crisis de la evidencia: 1) una falta de distinción de planos entre la teoría y la evidencia; y 2) una confusión entre la información y el conocimiento.
La necesaria distinción entre el plano de la teoría y el plano de la evidencia.
Cuando se comenzó a criticar la verdad y la objetividad, la discusión se centraba en el plano de las teorías. El argumento principal era que, habiendo tantas teorías en la historia de la ciencia que habían sido falsadas o superadas, nada nos puede asegurar que nuestras mejores teorías actuales no puedan, en algún momento, ser también falsadas. De hecho, todas las teorías científicas son siempre mejorables y de suyo son falibles. A esto se sumó un segundo argumento; el que nos conmina a reconocer que nuestras teorías dependen ineludiblemente de trasfondos comunitarios que llamamos paradigmas. Estos paradigmas son el conjunto de conceptos sobre los cuales se sostiene la teoría, así como el conjunto de técnicas y estrategias de resolución de problemas. Visto en conjunto ambos argumentos lo que tenemos es que nuestras mejores teorías científicas no son verdaderas a secas, sino que son falibles, mejorables, requieren ser interpretadas y exigen un conocimiento previo para comprenderlas. Hasta aquí, la crítica epistemológica ha sido sana, pues nos he permitido liberarnos de posibles ingenuidades al momento de comprender y valorar la ciencia. Sin embargo, el problema aparece cuando pasamos desde el plano de las teorías hacia el plano de la evidencia. Esta última no es igual a la teoría y no puede ser tratada de forma similar. La evidencia es un dato de la realidad pre-teórico. Los historiadores reconocen a un documento como evidencia, los detectives recogen un arma y los filósofos asumen como evidencia un dato que justifica una verdad. Un tratamiento médico se elige en función de evidencias. La discusión sobre la eficacia del tratamiento no es igual a la discusión sobre la evidencia. Una sentencia lleva consigo diversos elementos que la sostienen, y entre ellos cumple un rol fundamental la evidencia. Sin la evidencia, la sentencia sería solo un producto de la creatividad del juez. Las evidencias sí pueden ser mejoradas, pues se pueden afinar nuestros instrumentos de investigación; pero no podemos igualar la falibilidad con la que entendemos una teoría a la falibilidad de la evidencia. Las teorías del historiador, del detective, del científico, del juez o del médico son interpretables y dependientes de aspectos contextuales. Las evidencias en cambio son casi la expresión de la realidad misma. Un investigador riguroso sabe qué tipo de evidencia requiere para cada diferente pregunta que se hace.
La confusión entre la información y el conocimiento
Esta es la otra confusión que provoca la crisis de ‘la evidencia’, situación que se ve potenciada por la presencia de las redes sociales en nuestra vida moderna. Es indispensable aclarar que la información, que es ‘oro’ en las redes sociales, no es necesariamente conocimiento y que aquella relaja demasiado el valor de la evidencia. La confusión entre ambas ha traído consigo la propagación de ese relajamiento costoso para la evidencia. No es que la información no requiera de la evidencia, pero su uso de la evidencia puede ser menos exigente de lo que la ciencia requiere. Que un influencers diga algo es ya información, y solo requiere como evidencia el registro del dicho. La información no exige un proceso de justificación y por eso se relaja la evidencia. Para lograr un conocimiento, en cambio, la evidencia está inmersa en un proceso de justificación y eso significa que no todo es igualmente valioso. La evidencia pretende ser lo menos subjetiva posible y he allí su valor. El relato de alguien no es una evidencia igual que la prueba objetiva de un hecho. Para que un tratamiento médico sea aceptable requiere de una evidencia rigurosa que va más allá de las buenas intenciones. Lo mismo ocurre para la emisión de una sentencia por parte de un juez o para la emisión de proclama por parte de las entidades electorales. En estos procesos se requiere evidencia y no todo vale. La confusión entre estas dos formas de acceso a la verdad, suele hacer pensar que se requieren evidencias laxas para importantes decisiones y eso es sumamente perjudicial para la política, la ciencia o el sistema de justicia.
En el contexto electoral
Estos contextos son espacios de ‘discusión’ y ‘decisión’ muy sensibles, pues se definen el futuro de los pueblos. Además, no se puede negar que estos se cargan ideológicamente hasta el punto que puede bordear el fanatismo. Es por eso de la importancia tan suprema de la evidencia. Esta será la que permitirá asirnos de la realidad y rebajar así lo pantanoso de las interpretaciones. La evidencia es el dato concreto: los números de votos, las pruebas directas de un hecho, los testigos directos, etc. No cuentan como evidencia: las suposiciones, las interpretaciones, las tendencias, las deducciones o ‘lo que alguien dijo que oyó’. Si en contextos tan delicados como los lectorales no somos capaces de sostenernos de la evidencia, el peligro es que se nos pierda la realidad sobre la cual queremos construir la sociedad que queremos ser.