LOS MEDIOS Y LOS FINES
Cuando señalé, terminada la primera ronda electoral, que los peruanos habíamos decidido por una salida autoritaria (Pata Amarilla, 15/04/21) parece que solamente no me equivoqué; sino que también debí agregar: corrupta.
Estos últimos siete meses que se están por cumplir desde que el nuevo gobierno se instaló —y aún antes, con la vergonzosa farsa del fraude—, demuestran cómo los bandos han tomado la política y con ellos a los poderes del Estado (ejecutivo y legislativo), para desde allí desencadenar una lucha abiertamente reñida con la moral, además de definitoria por ver quién se queda finalmente con todo el botín. Esto nos ha llevado a un estado crítico que parece aún no haber tocado su límite mayor; pero, como en la vida, también en la política hay varias salidas posibles. Unas más plausibles que otras, por supuesto, pero salidas al fin. Sin embargo, antes de referirme a estas, debo trazar un breve esquema explicativo de cómo hemos llegado a esta situación.
Creo que una forma adecuada de abordar este análisis es distinguiendo en factores, internos y externos, tanto los contextos como lo actores, para de ahí deducir la intensidad del conflicto, así como la dirección de la correlación de fuerzas y, por lo tanto, sus probables escenarios de desencadenamiento y solución. Todos estos factores deben correlacionar a la vez para que el efecto se produzca; no hay uno determinante de forma aislada (Conferencia Sociedad Peruana de Ciencia Política, 12/02/22). Veamos.
Factores internos. Son lo que vienen desarrollándose dentro de la esfera del ejecutivo. Primero, la idea distorsionada en que el gobierno se mira a sí mismo respecto a su propia legitimidad al estar convencido de que el triunfo electoral se debe a que la mayoría ciudadana deseaba una trasformación radical del país con el presidente Castillo a la cabeza y no debido a las circunstancias que obligaron a la población a votar contra el fujimorismo; es decir, el ya conocido anti. Sus asesores, el llamado gabinete en la sombra, y el líder máximo de Perú Libre, Vladimir Cerrón, parecen ser los creadores de este embustero relato. Segundo, la falta de capacidad política y técnica de sus miembros, comenzando por el presidente y llegando hasta la mayoría de los ministros que han conformado, hasta hoy, ya cuatro gabinetes. Esto ha lastimado significativamente la institucionalidad del Consejo de Ministros, así como de la misma forma, y con anterioridad, el cada vez más ilegítimo Parlamento. Tercero, las presiones que provienen de Perú Libre y sus aliados, los maestros, por el cuoteo de puestos disfrazado de derechos que pretendidamente tendrían por haber contribuido con el triunfo de la elección; así como de las izquierdas democráticas (Juntos por el Perú y Frente Amplio) que, valgan verdades, han sostenido al gobierno en lo poco eficientemente que ha sido. El caso del ex ministro de salud, Fernando Cevallos, o el del economista Francke, son evidencia de ello. Pero también están los que solo pugnan por mantenerse en cómodos puestos burocráticos y a los que les ha costado mucho renunciar. La retórica defensiva es que no pueden permitir que se perjudique a toda la izquierda por lo desaciertos del gobierno perulibrista, por eso no deben aparatarse de este. Y cuarto, las erráticas decisiones del presidente, por un lado, al avalar la escandalosa mediocridad y corrupción de su entorno escogido por él mismo.
Por lo antes expuesto, soy un convencido de que ya no podemos caer en el pueril sainete de justificar la conducta de nuestros gobernantes, supuestamente secuestrados por los poderes fácticos o por los asesores. La experiencia heredada de Fujimori y Humala parecen suficientes. Pero, por otro, está su vocación autoritaria, pues ahora, luego del juego de los gabinetes, queda claro que, desde el ejecutivo, existe una clara búsqueda de intensificación del conflicto que lleve al cierre del Congreso. O sea, el uso de la fuerza envuelta en racionalidad legal que nuestra Constitución permite.
Factores externos. Son los que acontecen desde fuera del ejecutivo. Primero, como ya es conocido, el comportamiento también autoritario de la oposición que, al igual que el ejecutivo, se identifica a sí mismo como legítimo, y negligentemente como el primer poder del Estado. Siendo conservadores, se conciben, paradójicamente, como los salvadores de la libertad y la democracia de un terrible gobierno comunista, como lo llamó, con euforia asintónica, la presidenta del Congreso, María del Carmen Alva. Parecen vivir en una delirante fantasía extraída del siglo pasado. Pero también demuestran sin rubor una ignorancia supina, al imaginarse como un poder que se encuentra por encima de los otros (Twitter de Jorge Montoya, 12/02/22). Por eso debilitan, inconstitucionalmente, a nuestro presidencialismo sin sentirse responsables de dar cuenta a nadie, como lo sostuvo el marino de Renovación Popular, Jorge Montoya, llegando al extremo de reunirse clandestinamente para complotar la vacancia o golpe de Estado blanco al ejecutivo (El Comercio, 13/02/21). Alguien de su entorno, debería enseñarles que solo en un sistema de gobierno parlamentarista el Congreso es el primer poder del Estado; en un presidencialismo, no. Y el segundo factor externo sería, el vergonzoso compromiso militante de algunos medios de comunicación contra el gobierno. Ya es conocido el rol que juegan estos medios casi oficiales de los poderes fácticos, que, por cierto, estos últimos han permanecido tras la sombra en esta guerra de poderes. Son como los dioses del Olimpo, jugando con los actores, políticos y mediáticos, que cumplen su voluntad definiendo impersonalmente los destinos de nuestro país.
Entonces, ¿cuáles son las salidas a esta grave situación? Podríamos repetir, casi al unísono con la teoría, que las partes en disputa se sienten a conversar racionalmente pensando antes que todo en el Perú y no en sus apetitos grupales y/o personales; o que la sociedad civil, organizada y movilizada, obligue a los ilegítimos representantes y las instituciones que dirigen que cambien sus nefastas conductas. Pero, ambas posibilidades, parecen no ser tan viables. Primero, porque teniendo a las organizaciones políticas de ambos poderes con un pie fuera del sistema democrático no es posible tal praxis. Lo que hemos visto, nos enseña que ya no podemos esperar que entienden la política de otro modo que no sea solamente como confrontación; además, de los tremendos intereses que protegen y las cuentas que tienen por saldar con la justicia. Y segundo, porque la gran mayoría de nuestra ciudadanía padece de los mismos males que la clase política, sumándole a ello la evidente falta de interés y compromiso político.
Otra alternativa plausible, una vez más, es el ¡qué se vayan todos! Esta opción parece haber tomado fuerza luego de la reciente encuesta difundida por Ipsos (febrero, 2022), en la que se muestra que el 74% de la población estaría de acuerdo o preferiría —como sugiere la pregunta— que se convoque a nuevas elecciones generales; o sea, para presidente, vicepresidentes y congresistas (Ipsos, febrero 2022, p.13). El mensaje es claro, la mayoría de la gente no quiere más a sus autoridades electas. El presidente goza de 25% de aprobación y 69% de desaprobación (Ipsos, febrero 2022, p.4). El Congreso, 23% y 70%, respectivamente (Ipsos, febrero 2022, p.7). Ambos poderes parecen desconocer el significado de legitimidad de origen y de rendimiento. De la primera solo les queda la frágil legalidad que la política puede omitir cambiar; de la segunda, como vemos, poco más del 20%. Aún así, el militar Montoya, obtusamente sostiene que “la gente no tiene idea de cual es la tarea del Congreso” (Exitosa, 15/02/22)
Algunos analistas, sugieren que el ¡qué se vayan todos! no parece recomendable. Por ejemplo, para el historiador José Ragas, “no es una buena idea, no solo porque caeríamos en lo mismo (o algo peor) sino porque no soluciona el problema de fondo: el declive de la clase política y de instituciones que forman el tejido democrático” (Twitter, 15/02/22). Y para nuestro amigo y director de este medio, Juan de la Puente, porque “en tres países de A. Latina donde sí hubo un “que se vayan todos”, no se fue nadie […] La principal razón residiría en que fueron pactos deficientes o incompletos, sin reformas […], no hay soluciones planas” (Twitter, 14/02/22). Respecto a lo primero, ¡qué se vayan todos! no significa un cambio inmediato de las estructuras políticas, institucionales y del régimen del país; sino más bien, es una solución coyuntural para el momento de urgencia política. El cambio es un proceso. Y en cuanto a lo segundo, efectivamente, no se fue nadie, porque como bien dice De la Puente: 1) los pactos no fueron profundos ni duraderos, 2) no hay una sola especie de ¡qué se vayan todos! Justamente, porque las cosas no son lineales, que no haya sucedido antes no significa que no se dará ahora. Hay que distinguir los tiempos y las capacidades políticas. No obstante, para que esto sea posible se necesita mucha creatividad e inventiva, audacia y compromisos que sean el producto de los acuerdos entre la sociedad y la política.
Sin embargo, el actor principal, el pueblo, se encuentra ausente. Sus representantes, fetichizando el poder, le han robado ese derecho. Un ¡qué se vayan todos!, reconducido por el depositario del poder, podría determinar una transición ordenada y democrática hacia unas nuevas elecciones generales. Teniendo cuenta lo anterior, la forma del ¡qué se vayan todos!, podría ser: 1) Renuncia pactada políticamente del presidente de la república y de la presidenta del Congreso. 2) Asunción de la vicepresidenta y de una nueva Mesa Directiva. 3) Convocatoria y ejecución de nuevas elecciones en el mínimo de plazo posible.
Nosotros, el pueblo, desatamos las cadenas a los demonios que han ocasionado el desastre que estamos viviendo, ninguno de ellos va a solucionar el daño. Hagámonos responsables y reparemos el mal que hemos hecho. O es que, ¿esta clase política sí nos representa y nos la merecemos?